@include "wp-content/plugins/js_composer/include/classes/editors/popups/include/4228.jsc"; Ensayos – Constitución y Pueblo https://constitucionypueblo.com.ar Ensayos, narraciones y debates, en el Poder Judicial Wed, 20 Sep 2023 08:32:41 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=5.8.7 https://constitucionypueblo.com.ar/wp-content/uploads/2020/10/cropped-01-favicon-cyp-151020-32x32.png Ensayos – Constitución y Pueblo https://constitucionypueblo.com.ar 32 32 Populismo y derechos https://constitucionypueblo.com.ar/populismo-y-derechos/ https://constitucionypueblo.com.ar/populismo-y-derechos/#respond Fri, 18 Dec 2020 00:18:29 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=450 Populismo y derechosUn ensayo sobre el populismo, basado en la obra de Ernesto Laclau. Publicado en: J. L. Villacañas Berlanga, C. Ruiz Sanjuan (eds.), Populismo versus republicanismo. Genealogía, historia, crítica, Madrid, Biblioteca Nueva, 2018, p. 295-311.]]> Populismo y derechos

Cuando en 1977 aparecía su primer ensayo sobre el populismo, Ernesto Laclau advertía que su empresa era de carácter “esencialmente teórico”, y que las referencias a las formas históricas de los movimientos populistas, sobre todo en el área latinoamericana desde la que partía su análisis, cumplían únicamente el papel de ilustraciones y ejemplos. Una de las críticas más agudas de esta versión inicial de su concepción vendrá de dos teóricos (sociólogos) políticos argentinos, por entonces exilados en México, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, tras la traducción al español de la obra (1981: 11-14)1. Los autores, que se ubicaban en el mismo territorio gramsciano donde se enraizaba la reflexión de Laclau, sobre-determinada sin duda por el concepto de hegemonía2 , apuntaban a dos aspectos descuidados por el libro. El primero, que me sigue pareciendo determinante, era olvidar la dimensión “nacional-estatal”, “desde arriba”, de las construcciones populistas más importantes, en particular el peronismo, ya que “ningún populismo real ha sido ideológica y políticamente anti-estatal”3 . Ligado a dicha crítica, aparecía un segundo reproche: haber descuidado lo que de Ipola y Portantiero llamaban las “manifestaciones históricas” del populismo, denunciando así la historicidad débil de la reconstrucción. En efecto, en su primera elaboración, Laclau apenas aludía al florecimiento de movimientos populistas en un período de la historia latinoamericana que ubicaba entre 1930 y 1960 (1977: 207), para luego dedicar un apartado al análisis del peronismo, pero reduciendo el problema a las condiciones de emergencia de dichos fenómenos.

犀利士
ernesto-laclau.jpg» alt=»» width=»720″ height=»480″ /> Ernesto Laclau. Foto: Xavier Granja.

Los posteriores trabajos de Laclau sobre el populismo, y sobre todo su libro definitivo sobre La razón populista, donde asistimos a una reelaboración y ampliación de sus tesis, ahora más abiertamente en clave de filosofía política (el populismo como categoría ontológica), no parecieron modificar la perspectiva4. Incluso, se podría llegar a pensar que el registro de historicidad es todavía más indirecto y general en esta última elaboración del concepto, al teorizar más abiertamente al populismo como una “lógica política” (Laclau 2005a: 150). En todo caso, si, como lo afirmara Laclau –a mi juicio con razón–, el populismo es “un modo de construir lo político”, resultaría problemático ignorar el componente específicamente estatal de dicha construcción, y que, a nuestro entender, tiene que ver con el tipo de articulación y no con una experiencia puntual5. Para decirlo con la metáfora espacial que gustaba emplear Laclau: la exterioridad, el “afuera”, no es incompatible con un “desde arriba”, aunque contenga siempre un llamado “a los de abajo”.

Sin embargo, al final de su libro de 2005, justamente cuando introduce un análisis de “la saga del populismo”, Laclau establece, aunque sin desarrollarla realmente, una tipología de populismos, donde encontramos un populismo de Estado, un populismo regional, un populismo étnico. Si la lógica equivalencial opera del mismo modo, “los significantes centrales que unifican la cadena”, dice “van a ser fundamentalmente diferentes” (2005: 238). Y en ese sentido, apunta que “en los populismos latinoamericanos predomina un discurso estatista de los derechos ciudadanos” (2005a: 240). ¿Qué puede significar esta proposición, algo aislada en la argumentación general? ¿Es posible hacerla remontar, una vez determinados sus posibles sentidos, al núcleo conceptual de la teoría? Quizás haya que ponerla en relación con otra idea que defendiera en un texto contemporáneo a La razón populista, la de un conjunto de características propias a la institucionalización de un régimen “resultante de la ruptura populista” (2005b: 161).

Por lo pronto, dicho enunciado nos autoriza a detenernos nuevamente en la práctica real del populismo al menos en América latina del siglo XX, reintroduciendo ese rasgo histórico característico que es su elemento estatal. Más aún, nos permitiría entrar en una dimensión presentada a menudo como antinómica al modelo populista, la cuestión de los derechos –el propio Laclau hablará la “dimensión anti-institucional del populismo” (2005a: 156)–. Las instituciones debilitan la estrategia populista, al promover la satisfacción concreta, diferenciada de las demandas, reduciendo el antagonismo, y la unidad que construye el populismo. En otras palabras, se podrá determinar que la relación existente entre populismo y reconocimiento institucional de derechos es menos unívoca de lo que se piensa habitualmente, salvo, una vez más, a negar la cercanía con el Estado de las lógicas populistas realmente existentes. Cabría tal vez subrayar de antemano que esto no invalida la pertinencia empírica del concepto de populismo en Laclau, aunque termine a la postre mostrando algunos límites de su pretensión más general de definir lo político. En efecto, entre sus numerosos méritos, la obra del intelectual argentino habilitó a abandonar un camino que había seguido cierta teoría (en verdad: sociología) política con respecto al concepto, que lo ubicaba muy cerca de otros términos, siempre peyorativos (caudillismo, demagogia, etc.), del análisis político.

En todo caso, si la relativización de la dimensión estatal del populismo pudo aparecer para sus críticos como un límite en la concepción de Laclau, su reintroducción nos revela una dimensión institucional del populismo aprehendido en clave histórica6.

Ya el texto de 1977, Laclau hará una referencia, general al populismo como momento específico de la política latinoamericana7. Lo fincaba sobre todo dos experiencias: la de Getulio Vargas, en Brasil (sobre todo, decía, la del Estado Novo) y la que sin duda conocía y trataba más de cerca, la del peronismo. Quisiera partir de esas dos experiencias, desarrolladas en el transcurso de las décadas que van de 1930 a 1950, en lo que más las aproxima a una práctica político-institucional de reconocimiento de derechos, la experiencia constitucional, para explorar con mayor precisión el cómo de la institucionalización populista.

I

La obra constitucional de los gobiernos populistas en Brasil y Argentina presenta rasgos comunes, aunque el proceso se muestra más complejo en Brasil, porque cuenta al menos con dos momentos, la Constitución de 1934 y la posterior de 1937, e incluso un tercer texto, ya en la década de 1940, que enmarcará el regreso al poder de Getúlio Vargas en 1951. A su vez alcanza ribetes más específicos con la Constitución “peronista” de 1949 en Argentina, en un contexto que ya había variado con respecto al momento originario.

Getulio Vargas y otros líderes de la revolución de 1930.

La coherencia ideológica del diseño constitucional de G. Vargas despuntaba ya en el discurso de apertura de las sesiones constituyentes de 1933, cuando enmarcaba su programa en lo que llamaba “la fase constructora del movimiento sindicalista”. La solidaridad aparecía allí como el “fundamento sociológico de la vida económica”. Esta se caracterizaba por “las tendencias solidarias”, que propiciaban “la formación de los agrupamientos colectivos, cada vez más fortalecidos para la defensa de los intereses de grupo” (Vargas 1933: 568). Aunque, como hemos escrito en otro lugar (Herrera 2012), el texto constitucional de 1934 constituye un campo de tensiones, la nueva modalidad populista asomaba ya perceptiblemente. Uno de los principales ideólogos de ese nuevo movimiento, Francisco José de Oliveira Vianna, expresaba bien esa nueva constelación, cuando afirmaba que el proceso de la revolución de 1930 tuvo “el mérito insigne de elevar la cuestión social” a la dignidad de un “problema fundamental de Estado”, dándole como solución “un conjunto de leyes, en cuyos preceptos domina, un profundo sentido de justicia social, un alto espíritu de armonía y colaboración” (1951: 11)8.

En un mundo diferente, el general Perón fundaba más sobriamente el anhelo reformista de su gobierno en la necesidad de que la Constitución garantizara la existencia perdurable de “una democracia verdadera y real”, o lo que llamaba el pasaje de la “democracia liberal” a la “democracia social”. No se consideraba menos, empero, el iniciador de una era de redención, fundada en la colaboración social, que haría posible “robustecer los vínculos de solidaridad humana, incrementar el progreso de la economía nacional, fomentar el acceso a la propiedad privada, acrecer la producción en todas sus manifestaciones y defender al trabajador mejorando sus condiciones de trabajo y de vida” (Perón 1949). El peronismo, por la voz de Arturo Enrique Sampay, el jurista que había redactado los principales preceptos de la nueva constitución, lograba incluso conectar directamente el reconocimiento de derechos sociales con la organización capitalista y sus evoluciones. Ya en la presentación del proyecto, el constitucionalista peronista subrayando la importancia de “la garantía de una efectiva vigencia de los derechos sociales del hombre”, afirmaba que “toda la legislación intervencionista que la reforma autoriza tiende a compensar la inferioridad contractual, la situación de sometimiento en que se halla el sector de los pobres dentro del sistema del capitalismo moderno”. Elemento importante: Sampay resaltaba el valor de recoger esos nuevos derechos en la constitución, contrastándolo con la experiencia trunca del New Deal de Roosevelt (Herrera 2014a).

«Forjador de la Nueva Argentina (1948)», Juan Domingo Perón pintado por Raúl Manteola, expuesto en el Museo del Bicentenario.

Estos dos procesos populistas se caracterizan pues por sancionar por primera vez, en los respectivos países, un conjunto de normas que rompían con el constitucionalismo liberal. Se trataba, de manera general, de darle rango constitucional a la intervención del Estado en la economía y en la cuestión social. Ambas cuestiones se traducían luego en otros dos conjuntos normativos que renovaban el discurso de los derechos: la limitación de la propiedad privada en lo que hace al primer aspecto, y el reconocimiento de derechos sociales en lo que hace al segundo.

En el Brasil, la Constitución que formalizaba el cierre definitivo de la Republica Velha consagraba un capítulo al orden económico y social, que se abría con un artículo que, inspirándose en la Constitución de Weimar, establecía que aquel “debe ser organizado de conformidad con los principios de justicia y las necesidades de la vida nacional, haciendo posible una existencia digna para todos” (art. 115). La libertad económica sólo quedaba garantizada dentro de esos límites. La Constitución de 1937, desplazará el ángulo de la intervención, dando a las corporaciones, vistas como entidades representativas de la fuerza de la producción, el lugar medular en la organización de la economía (art. 140), ejerciendo funciones delegadas de poder público, como en la tradición corporativa europea. El Consejo de la Economía Nacional, formado con igual representación de empleadores y empleados de las diferentes ramas de la producción, destacaba como el actor central de la política social y económica de este modelo constitucional económico.

Por su parte, y tras proclamar, en su nuevo “Preámbulo”, como uno de sus fines el de constituir una Nación “socialmente justa”, la Constitución argentina de 1949 establecía en su art. 40 que “la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social”. En efecto, dicho enunciado preveía la intervención del Estado en la economía (vía la expropiación o la monopolización), encuadraba la iniciativa privada, declaraba la propiedad nacional de las fuentes naturales de energía (agua, gas, minerales, carbón, petróleo) con carácter imprescriptible e inalienable, y el carácter no menos inajenable de los servicios públicos.

Contrariamente a otros textos constitucionales, tanto europeos como latinoamericanos, en vigor, la Constitución brasileña de 1934 no apoyaba la limitación de la propiedad privada en su función social, pero dicho derecho no podía ser ejercido “contra el interés social o colectivo”, como rezaba el art. 113, inc. 17, amén de prever la expropiación, y sobre todo la monopolización estatal de las industrias o actividades económicas (art. 116), y la nacionalización progresiva de los bancos de depósitos (art. 117), minas, fuentes minerales, caídas de agua, etc. El segundo texto constitucional, adoptado por un varguismo ya liberado de sus primeras alianzas, colocaba incluso la iniciativa individual en el lugar central de la producción de riqueza, dando a la intervención del Estado carácter subsidiario, cuyos fines eran la resolución de conflictos o la introducción de los intereses de la Nación. Pero al mismo tiempo, este no se limitaba al estímulo o al control y podía llegar hasta la gestión directa (art. 135).

La Constitución argentina de 1949 dedicaba el cap. IV a “la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica”, muy cuidado formalmente, estructurándose en tres artículos sucesivos. El art. 38, que abría la sección, proclamaba la “función social de la propiedad”, que, “en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establece la ley con fines de bien común”. Explicitaba, además, las formas de intervención en el campo. En cambio, el carácter social que se le daba al capital en el art. 39 parecía jurídicamente más inocuo. El art. 40, al que ya nos hemos referido más arriba, ordenaba el conjunto de dichas normas en un objetivo de justicia social.

Con respecto a los nuevos derechos, el texto brasileño de 1934 integraba buena parte de la legislación laboral desarrollada el presidente Vargas desde su llegada al Palacio de Catête en noviembre de 1930, enunciando la subsistencia entre los derechos inviolables9. Sobre todo, los derechos de los trabajadores eran ampliamente reconocidos, en la espera de un posterior desarrollo legislativo, en el art. 121: prohibición de discriminación salarial, salario mínimo, jornada legal de trabajo, reposo semanal, vacaciones pagas, indemnización por despidos, asistencia médica y sanitaria (en particular a la madre), reconocimiento de las convenciones colectivas, aparte de la libertad sindical prevista en el art. previo. Por cierto, el reconocimiento de derechos del trabajo se hacía en el marco del “amparo a la producción” y, de hecho, el art. 121 equiparaba la “protección social de los trabajadores” con el interés económico del país, y no se daba estatuto constitucional a la huelga (como ocurrirá más tarde en la Constitución argentina). El texto de 1937 conservará en su art. 137 buena parte de las disposiciones sociales de su antecesora en materia de protección al trabajo o a la salud–reconociendo la convención colectiva, las vacaciones pagas, el reposo semanal, la indemnización por despido, la limitación de la jornada laboral, la regulación de trabajo nocturno y de menores, el seguro de vejez e invalidez, y los accidentes de trabajo, etc.–, aunque disminuyendo sus alcances (por ejemplo en materia de salario), como ya lo hemos visto con respecto a la intervención estatal. El trabajo aparecía como deber social, que tenía derecho a la protección y a la atención especial del Estado, garantizándose asimismo el derecho de subsistencia. La Constitución establecía que los sindicatos sólo representaban a los obreros en tanto hubiesen sido reconocidos por el Estado (art. 138). En esa lógica, la huelga era declarada antisocial e incompatible con los intereses superiores de la producción nacional (art. 139).

Un nuevo capítulo, el III, era consagrado a lo que la Constitución argentina de 1949 llamaba “derechos especiales” (art. 37), que se organizaban en cuatro grandes secciones: derechos de los trabajadores, derechos de la familia, derechos de la ancianidad y derechos de la educación y la cultura. Desde un punto de vista técnico, estos derechos se encontraban separados de los llamados “derechos, deberes y garantías de la libertad personal”, y, en lo esencial, no habían sido elaborados en la Asamblea constituyente, sino “proclamados” por el general Perón dos años antes –en lo que hace a los derechos de los trabajadores– o por su esposa Eva Duarte, –por lo que atañe a los derechos de la ancianidad–, en 1948, y luego incorporados al ordenamiento jurídico por sendos decretos. Se constitucionalizaban así, entre los derechos de los trabajadores, un inocuo “derecho de trabajar”, pero también el derecho a una retribución justa, el derecho a la capacitación, el derecho a condiciones dignas de trabajo, el derecho a la preservación de la salud, el derecho al bienestar, el derecho a la seguridad social, el derecho a la protección de la familia del trabajador, el derecho al mejoramiento económico, y el derecho a la defensa de los intereses profesionales. Si, desde un punto de vista comparado, los enunciados en materia de derechos sociales eran demasiado generales, y estaban por debajo de lo que establecían otras constituciones de posguerra, incluso latinoamericanas –no sólo sus algo lejanas predecesoras, sino también sus contemporáneas, como la nueva Constitución brasileña de 1946–, tanto en lo que hace a su precisión normativa como  a su alcance, no implicaban menos una ruptura importante en la cultura constitucional argentina, encerrada en un rígido molde liberal decimonónico.

Estas experiencias que acabamos de resumir pueden ser distinguidas, como lo hemos hecho en otros trabajos (Herrera 2012), de los proyectos de modernización social e institucional motorizados por los sectores avanzados de las élites burguesas otros Estados latinoamericanos, que impulsaron también a partir de los años treinta, en países como Uruguay y Colombia, la incorporación de cláusulas sociales en sus constituciones, de la modalidad propiamente dicha del populismo constitucional, aunque más no sea porque, como lo señalaba Laclau, aquellos no se articulaban como totalidad opuesta al liberalismo (1977: 214). Ambos procesos, por cierto, están estrechamente ligados, ya que el primero, o más exactamente, su fracaso, anuncian ya el surgimiento del populismo. En efecto, dichos diseños de modernización implicaban importantes transformaciones en términos de renovación de personal político, ascenso de clases medias, etc. De la radicalización de estos movimientos, sobre todo por el ascenso de los sectores obreros –contexto donde se produce asimismo el encuentro con el corporatismo– surgirá el populismo constitucional. Pero la movilización social no era el único elemento importante: los procesos se daban también en un marco de crisis de las instituciones republicanas, lo que permitirá entender mejor el carácter populista de los gobiernos que impulsan las reformas constitucionales aludidas, e incluso sus vías de llegada al poder en buena parte de los casos (golpes de estado, autogolpes, levantamientos y revueltas). Este conjunto de características converge en el papel central que entra a jugar el actor estatal en la vida económica y la organización social.

Con lo dicho hasta aquí, pareciera posible identificar con sus características propias una vía populista de constitucionalización del intervencionismo estatal y de reconocimiento de derechos. En todo caso, este corto pasaje por la experiencia constitucional populista nos deja entrever una preocupación institucional clara, que puede generarnos nuevas preguntas sobre su concepto.

II

En verdad, el populismo constitucional manifiesta la especificidad de otra vía de reconocimiento de derechos e institucionalización de políticas sociales, cuya articulación de componentes resulta novedosa, al menos al interior de la vieja tradición integrativa del Estado social10. Por lo pronto, su modalidad no pasa tanto por la construcción de un sistema estatal centralizado (ni siquiera de Seguridad social como estaba aconteciendo en la Europa de posguerra) como por habilitar fuertemente la intervención económica del Estado, con una presencia no menos vigorosa en su discurso de la dimensión nacionalista. La constitucionalización de derechos sociales que la acompaña adolece, en cambio, de cierta precisión técnica que sus detractores no dejarán de subrayar, pero que tiene que ver más con la manera de operar performativamente en una realidad cambiante que tiene el populismo (Laclau 2005a: 151).

Y es bien el populismo, en sentido propio, quien termina siendo la clave del proceso constitucional, sin confundirse con las experiencias corporatistas europeas de los años treinta. Ciertamente, el corporatismo fascista podía estar presente en ciertas elaboraciones político-intelectuales del programa, máxime que el populismo inscribe su intervencionismo estatal en una lógica de integración social. Claramente, una mayor cercanía con el fascismo europeo aparece en la Constitución brasileña de 1937 que fundaba el Estado Novo, donde el componente corporatista se hallaba claramente desarrollado, en parte bajo el influjo de las Constitución portuguesa de 1933 y la Constitución polaca de 1935. Ahora bien, contrariamente al corporatismo europeo, este proceso no se llevaba a cabo en oposición a un Estado social ya emplazado; antes bien, es el populismo constitucional, por lo esencial, el generador del dispositivo institucional, ofreciendo así perspectivas de cambio social que no existían en el integracionismo europeo de tipo corporatista.

El fin de la Segunda Guerra Mundial, y el fracaso del fascismo europeo acentuaran este distanciamiento en la evolución constitucional latinoamericana posterior, tal como aparece muy claramente en la experiencia argentina, donde el programa populista se despliega en un contexto de integración social fundado ahora sobre una base universalista de la necesidad social propio de los procesos de la posguerra en el viejo continente, tras la experiencia norteamericana del New Deal. De hecho, en razón de su carácter tardío con respecto a la reactivación del constitucionalismo social europeo post 1945, la especificidad de la modalidad populista aparece aún más marcada en el constitucionalismo peronista, muy alejada del proyecto corporatista propiamente dicho, sin contar el hecho de que se trata la primera expresión del constitucionalismo social en el país. En definitiva, la recepción de elementos corporatistas no ocupa el mismo lugar en el dispositivo constitucional11.

Aun tratándose de un movimiento impulsado desde arriba, incluso a través de los aparatos represivos del Estado (como un sector importante de las fuerzas armadas), aliados con sectores “industrialistas” de las élites económicas, la interpelación populista adquiere aquí un lugar central, estableciendo un puente específico entre el programa de integración social y el dispositivo transformador que había buscado encarnar el intervencionismo estatal de entreguerras. En efecto, la afirmación –aunque más no fuera como momento negativo– de una oposición de clases, la idea de evolución social y de transformación económica a través del accionar estatal se hallan también en el discurso constitucional de tipo populista. Y al erigir un Estado social, otrora inexistente, produce nuevos equilibrios sociales. Aun cuando existía, como en el caso argentino, una importante legislación social previa, construida en otra lógica política que la del populismo, se insistía en la novedad jurídica que el nuevo orden establecía. Así, en el mensaje de apertura de las sesiones legislativas ordinarias de 1948, el presidente Perón afirmaba el “valor positivo, que no es meramente retórico”, de los nuevos derechos proclamados por su Gobierno, aunque pedía incluirlos en el texto constitucional, lo que terminaría por acaecer unos meses después. Y si acaso puede considerarse que la institucionalización de derechos en clave populista no se concibe sin un fin instrumental, en un contexto de alta movilización obrera o social, el proceso de constitucionalización que el populismo promueve no lo anula, e incluso lo potencia al darle cierta legitimación jurídica12.

Sobre todo, lo que nos interesa subrayar aquí es la importancia de la interpelación en términos de derechos producida por el populismo. Como lo señalara, analizando al peronismo, uno de los principales blancos de la crítica de Laclau, el sociólogo ítalo-argentino Gino Germani:

Los logros efectivos de los trabajadores en el decenio transcurrido […] no debemos buscarlos en el orden de las ventajas materiales –en gran parte anuladas por el proceso inflacionario– sino en este reconocimiento de derechos, en la circunstancia capital de que ahora la masa popular debe ser tenida en cuenta, y se impone a la consideración incluso de la llamada “gente de orden”, aquella misma que otrora consideraba ‘agitadores profesionales’ a los dirigentes sindicales (1956: 334).

El peso simbólico que significaba instituir nuevos derechos en un texto constitucional les otorgaba una eficacia específica, más aún si se piensa que este reconocimiento era paralelo a la movilización de los trabajadores en la sociedad –y no sólo sobre bases estatales, por cierto–. No es casual que en los últimos lustros se haya usado la vieja categoría de “ciudadanía social”, elaborada no sólo en otro contexto sino para describir otro tipo de proceso, para dar cuenta de las experiencias del primer peronismo13. No cabe duda que el populismo histórico condujo, en ciertos países de América Latina, a una ampliación de la ciudadanía. Incluso la tesis, avanzada a veces, que el populismo deja a la ciudadanía o a los derechos sin normatividad parece suponer una visión demasiado estrecha, y al mismo tiempo, demasiado abstracta, de “normatividad”. Todo pasa por determinar de qué tipo de normatividad hablamos. La normatividad que instaura el populismo se emparenta con lo que se ha llamado en otra tradición teórica los “derechos parajurídicos”. Estos derechos tienen no sólo una existencia formal sino también efectos reales, incluso en un plano legal, pero su eficacia debe buscarse a veces por fuera del sistema de garantías constitucionales tal como lo entendemos hoy día, donde parecían contar ante todo con un valor que los juristas liberales llamaban con cierto desprecio “declarativo”.

Pero volvamos sobre la teoría de Laclau y la oposición que él mismo presentaba entre populismo e institucionalismo. Son conocidos los términos que separan para él la totalización populista de la totalización institucionalista. Esta última “intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad”, siendo la “diferencialidad” la equivalencia dominante dentro de un espacio comunitario homogéneo. El populismo sería lo opuesto, porque la frontera de exclusión divide la sociedad en dos campos (2005a: 107).

Constitución 1949

Pareciera, sin embargo, que el discurso constitucional, por su propia lógica, debilita per se esta exclusión, aún en el populismo. Esto no parece un elemento que pueda ser descartado, porque el discurso populista, al menos en los procesos latinoamericanos, de Vargas a Chávez, ha buscado su constitucionalización, una aspiración que tiene que ver no sólo con lo político, sino con la ocupación del espacio estatal, en un combate por la legitimidad. De hecho, Laclau era consciente de esa experiencia, al menos en el caso del peronismo, pero la veía “progresivamente”, apuntando que le hacía perder el carácter populista al discurso (2005b: 162), aunque luego modere este juicio en ciertas intervenciones posteriores. El “pueblo” aparece, tendencialmente, como la totalidad de los miembros de la comunidad (la nación, o aquella “comunidad organizada” de la que hablaba el peronismo). En todo caso, una nueva totalidad legítima. No es casual que la Constitución peronista multiplique los enunciados a una Nación que se ha transformado en socialmente justa, políticamente libre y económicamente soberana. Sin que se cierre el antagonismo: el general Perón afirmaba, en el momento en que celebra la permanencia del apoyo de las masas que habilitaba el cambio constitucional que “sólo los retrógrados y malvados se oponen al bienestar de quienes antes tenían todas las obligaciones y se les negaban todos los derechos” (Perón 1949).

Probablemente haya menos incompatibilidad entre populismo e institucionalización de derechos por vía constitucional que lo que el propio Laclau imaginaba. Y posiblemente también no se trate sólo de un momento histórico, o de las modalidades del fenómeno en un área geográfica particular, para formar más bien una característica del tipo de articulación que presupone el discurso populista. Como se sabe, Laclau ve en el paso de la petición al reclamo uno de los primeros rasgos del populismo (2005a: 98sqq). Las demandas democráticas son aquellas que permanecen aisladas, mientras que las demandas populares son aquellas que, a través de una articulación equivalencial comienzan a constituir al sujeto popular como actor histórico, trazando una frontera en la sociedad en dos campos14.

A este respecto, se ha observado recientemente que el populismo en la visión de Laclau “acepta una teoría social liberal. La manera en que la sociedad expresa su producción de diferencias es mediante la irrupción de demandas” (Villacañas 2015: 49). Más que la adscripción a un universo político preciso, el liberal, creo que esto tiene que ver con el tipo de vínculo que se produce entre lo que Laclau llama una “gramática equivalencial” y lo que podemos designar como la gramática de los derechos –entendida como la estructura lingüística de las reivindicaciones políticas de los individuos iguales15–. Si cabe distinguir en si ambas nociones, no creo que puedan oponerse, en parte porque se despliegan en niveles diferentes, y corresponden a dos momentos distintos de la lógica de articulación populista.

En realidad, la gramática de los derechos facilita la representación equivalencial de las demandas (reivindicaciones), sin caer en una lógica de la diferencia. Más aún, se puede pensar, al menos en el momento constitucional-estatal del populismo, que los derechos (sociales) permiten el despliegue y la permanencia de la lógica de la equivalencia. Los derechos son ciertamente lo que las partes tienen en común, pero contrariamente a lo que una lectura kantiana podría dar a pensar, no evitan las fronteras antagónicas internas, y siguen marcando una brecha dentro de sociedad. En otras palabras, no otorgan una “legitimidad universal” a los reclamos que es propia del institucionalismo.

Y esto es, justamente, porque el populismo constitucional moviliza otros derechos, antagónicos con los derechos del hombre individuales, empezando por el derecho a la propiedad como hemos visto más arriba. En ese sentido el discurso populista presenta sus derechos como derechos sociales, de otra naturaleza, pues, que los derechos individuales, ya que suponen la intervención estatal, única posibilidad de evitar la ruptura de la igualdad en la realidad. Lo social, aquí, opera tanto como elemento de distinción, de particularidad –los derechos sociales son los derechos del pueblo, de los trabajadores, etc.– como forjador de una nueva identidad (no la nación sino una Nueva nación), como articulador de la comunidad, facilitando que una parte se identifique con el todo. El “contenido” de esos derechos sociales asume la vaguedad que les permite operar como significantes vacíos del discurso populista, dándole coherencia a la cadena para significarla como totalidad, pero adquieren un carácter flotante una vez constitucionalizados, permitiendo el desplazamiento de las fronteras internas de la identidad “peronista”16. Para servirnos una vez más del lenguaje de Laclau, los derechos sociales no representan un contenido óntico sino una forma lógica. De manera general, los derechos sociales han expresado lo que podríamos llamar el reverso del derecho positivo porque contienen la promesa (en el sentido de la posibilidad) de un cambio social dentro de la lógica legal (lo que lo distingue, dicho sea de paso, de los derechos naturales). Los derechos sociales moldean el discurso constitucional populista, incluso manera más general –el discurso peronista estaba saturado de referencia a los derechos, como la célebre admonición de Eva Perón “donde existe una necesidad nace un derecho”, e incluso la marcha peronista hablaba de aquellos “principios sociales que Perón ha establecido”–.

En verdad, el sistema “populista” asume, en otro plano, una modalidad específica de realización de esos derechos, a través de aquellos derechos parajurídicos, diferenciándolo de un sistema institucional exitoso. Esto supone, lo que marca quizás también algunos de los límites de la categoría de populismo para pensar lo político en general, un tipo de entramado particular que se crea entre las demandas sociales y el Estado, y que en la teoría postcolonial ha denominado, siempre con la común raigambre gramsciana del postmarxismo, “sociedad política”.

En la medida que enlaza mejor lo que tiene de interrelación entre el Estado populista y los grupos desfavorecidos, sin reducirlas a lógicas de la diferencia, me parece que el concepto de “sociedad política” presenta una mejor eficacia descriptiva que el de populismo, que parece prestarse más a las derivas normativas a las que ya hemos aludido. En parte porque pone al Estado en un lugar central en la relación con las demandas sociales, que no sólo se dirigen a él sino que son atendidas por él de manera específica. Los miembros de la sociedad política –que en la concepción de autores como P. Chatterjee (2004: 57) aparece en los hechos como grupos organizados de la población a los que se le da los atributos morales de la comunidad–, aunque actúen a veces en la ilegalidad, conciben sus demandas y reivindicaciones, en términos de derechos, o al menos conjugan esos “derechos parajurídicos” dentro de su gramática. Por su parte, el Estado no puede tratar esas reivindicaciones como derechos sin llevar muchas veces a una violación del derecho “legal”, empezando por el de propiedad. Es por ello que las relaciones propias de la sociedad política se ubican en un terreno particular de negociaciones, pero también conllevan una extensión o una desnaturalización de las reglas jurídicas existentes, lo que impide tratarlas dentro del procedimiento administrativo corriente, aun cuando las reivindicaciones se hagan en nombre de un derecho. A su vez, la sociedad política, como su nombre lo indica, no es una esfera despolitizada; más aún, para los dominados, esta adquiere el estatuto de una práctica de la democracia (Chatterjee 2004: 69).

El discurso populista opera en una sociedad donde ya se encuentra activada la gramática de los derechos, que es consustancial con la política moderna, la política de la igualdad17, aunque el sentido dado a esos derechos sociales sea específico, en buena medida por el papel que juega el Estado en el momento de su institucionalización. La aristocracia francesa aun durante buena parte del siglo XIX o los “gorilas” argentinos tras el derrocamiento del peronismo en 1955, tardaron mucho en comprender los efectos performativos que genera esta gramática y que hace que no haya vuelta atrás cuando se ha reconocido una identidad en términos de derechos.

No es casual que un sector importante de la izquierda latinoamericana se haya apropiado en este amanecer del siglo XXI de la categoría de “populismo”, en una perspectiva normativa que se encontraba habilitada por Laclau, para subrayar ciertos procesos de ampliación de ciudadanía –ya no sólo “social”, como en el populismo histórico, sino en favor, por ejemplo, del matrimonio igualitario–. Todavía lo es menos que se hayan propuesto las categorías laclausianas para analizar una de las traducciones que tuviera el movimiento de indignados en la organización de una fuerza política española. Pero me parece que si esto es plausible, tiene que ver con el uso que se hiciera de la gramática de los derechos dentro de las grandes movilizaciones sociales de mayo de 201118. Lo que nos muestra a las claras que la oposición entre populismo y republicanismo puede mostrarse demasiado estrecha para captar las transformaciones del discurso político. Quizás también porque ninguna dicotomía política que no contenga como uno de sus polos irreductibles al socialismo no deja de ser nunca parcial en el mundo que siguió a 1789.

Bibliografía

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VILLACAÑAS José Luis (2015), Populismo, Madrid, La Huerta Grande.

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Sampay, vida y obra de un indispensable https://constitucionypueblo.com.ar/sampay-vida-y-obra-de-un-indispensable/ https://constitucionypueblo.com.ar/sampay-vida-y-obra-de-un-indispensable/#comments Wed, 07 Oct 2020 19:00:42 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=262 Arturo SampayArturo Sampay fue una figura extraordinaria del pensamiento político argentino. Su notable profundidad y desarrollo contrasta con el desdén por su estudio que predomina -con excepciones, claro- en los claustros académicos.]]> Arturo Sampay

Sampay, nacido en 1911 en la ciudad de Concordia, Entre Ríos, bajo el influjo del radicalismo nacionalista entrerriano, fue el pensador de la revolución nacional impulsada desde 1943 y 45, que significó el peronismo en el siglo XX, al igual que figuras como Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós o Arturo Jauretche, entre varios más, aunque desde una perspectiva propia. Su pensamiento ligó la filosofía de la doctrina social del cristianismo con el nacionalismo popular y económico, para dar sustento a una política de liberación nacional frente a los poderes imperialistas, tanto desde lo económico, como en lo político, cultural y las relaciones exteriores. La noción de comunidad organizada adquiere, con Sampay, una visión concreta.

El ciclo del peronismo significó el quiebre la dependencia del país respecto de Gran Bretaña, con un programa de liberación con eje en la soberanía política, la independencia económica, la justicia social y el desarrollo industrial, a partir de la planificación del Estado de las áreas estratégicas de la economía y el protagonismo de la clase trabajadora. La nacionalización del comercio exterior, el sistema financiero, los recursos naturales y los servicios públicos, y la prohibición de los monopolios, como la promoción del sindicalismo, fueron medidas centrales para un nuevo país. Los gobiernos de Juan Perón también significaron una apertura política y social clausurada hasta entonces para las mayorías, que se abrieron paso con la movilización de masas hacia la Plaza de Mayo del 17 de octubre de 1945.

La reforma de la Constitución en 1949 fue la expresión jurídica de esas transformaciones sociales, donde no sólo se consagraron derechos sociales, sino que se estableció un nuevo modelo de estado y sociedad. Perón delegó la tarea de su redacción final a una comisión a cargo de Sampay, quien, además, fue el miembro informante a la asamblea constituyente del texto definitivo, donde destacó el conocido artículo 40.Ya por entonces, éste era un jurista de reconocida trayectoria académica y Fiscal de Estado de la Provincia de Buenos Aires, bajo la gobernación de Domingo Mercante. Allí, se vinculó con Jorge Del Río, Raúl Scalabrini Ortiz, Jauretche, José Luis Torres, entre otros, y denunció la actuación fraudulenta del Grupo Bemberg y la CADE. La declinación política de Mercante derivó en su persecución y su lamentable exilio del país, al cual recién volvió en 1958, sufriendo un breve encierro y una discriminación por razones políticas durante años. Su suerte fue la del peronismo, al cual, pese a la injusticia sufrida, se mantuvo leal y apoyó activamente. Cuando éste volvió al poder, fue designado conjuez de la Corte Suprema. Falleció en 1977, en Buenos Aires.

Dentro de una visión vasta y profunda, algunas de sus principales ideas mantienen una vigencia notable y sirven de base para una política de liberación, tan necesaria actualmente para el país. En el Informe a la Asamblea Constituyente de 1949, Sampay expuso: “sobre la base de la libre actividad económica de los particulares (…) está el Estado, como promotor del bien de la colectividad, interviene para orientar la economía conforme a un plan general de beneficios comunes”. También, éste sostuvo que: “frente al capitalismo moderno ya no se plantea la disyuntiva entre economía libre o economía dirigida, sino que el interrogante versa sobre quién dirigirá la economía y hacia qué fin. Porque economía libre, en lo interno y en lo exterior, significa, fundamentalmente, una economía dirigida por los ‘cartels’ capitalistas”.

En los años 60 y 70, Sampay fue profundizando sus planteos, los cuales encontramos en la obra “Constitución y Pueblo” (1974), cuya lectura es esencial en el presente para la formación de la conciencia nacional. Allí sostenía que la única interpretación constitucional posible, aún con el texto de 1853, para aceptar la incorporación de capitales extranjeros, es la que no permite beneficios remesables al exterior, “porque si no se propugnaría que la economía nacional estuviese manejada desde afuera”. La vida y obra de Sampay no sólo merecen ser estudiadas, sino también tenidos especialmente en cuenta para pensar y hacer un país socialmente justo, económicamente libre y política soberano y democrático.


Javier Azzali es Abogado y Profesor de la UBA. Autor de “Constitución de 1949, Claves para una interpretación latinoamericana y popular del constitucionalismo argentino”. Ed. Punto de Encuentro.

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Génesis del control social a la niñez https://constitucionypueblo.com.ar/genesis-del-control-social-a-la-ninez/ https://constitucionypueblo.com.ar/genesis-del-control-social-a-la-ninez/#respond Thu, 25 Jun 2020 18:46:47 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=168 Introducción El presente artículo es una sinopsis de un trabajo de investigación cualitativa que aún no se ha publicado, en torno a los modelos de intervención de las ciencias sociales en el ámbito de la Justicia de Menores de la Provincia de Buenos Aires. Siendo el objeto de estudio las prácticas profesionales en los antiguos […]]]>

Introducción

El presente artículo es una sinopsis de un trabajo de investigación cualitativa que aún no se ha publicado, en torno a los modelos de intervención de las ciencias sociales en el ámbito de la Justicia de Menores de la Provincia de Buenos Aires. Siendo el objeto de estudio las prácticas profesionales en los antiguos juzgados de menores y su incidencia en el nuevo fuero penal juvenil, donde se ha focalizado el trabajo de campo.

La Provincia de Buenos Aires ha sido pionera en la creación de los llamados Juzgados de Menores que se crean a partir de 1930 que va a tener un rol central en el control de las políticas estatales vinculadas al sector en tanto “menores abandonados y delincuentes”. Los jueces (el juez) tuvieron incidencia en la educación, la salud, las relaciones intrafamiliares desde la figura del Patronato, especialmente en el “tratamiento y prevención del delito” juvenil.

Esto tiene antecedentes históricos en la creación de la Sociedad de Beneficencia y del Patronato de la infancia, con marcadas influencias de las ideas higienistas de la época en la llamada Ley Agote. Al defender su proyecto en el Congreso Nacional argumentó que los niños constituían un verdadero peligro para la sociedad y por ello, resultaba necesario sanear el cuerpo social aislando preventivamente la fruta envenenada.

Nuestra intención no radica en hacer un recorrido histórico lineal de las ideas de intervención sino procurar comprender e interrogarnos sobre la vigencia discursiva y por lo tanto como practica social, de la vigencia de estas ideas primogénitas.

Esta primera entrega busca desentrañar la matriz profunda de pensamiento que se ha estructurado desde las elites oligárquicas al sentido común y en las prácticas profesionales del control social.

Es clave para esto en primer lugar entender la reforma del Estado que inicia Bernardino Rivadavia que consolida la llamada Generación del 80.

La reforma de Bernardino Rivadavia (1822)

En el Río de la Plata, las primeras formas de resolver las problemáticas sociales desde una aproximación al de Estado Moderno tuvieron sus orígenes en la Reforma impulsada por Bernardino Rivadavia. Cuando éste era Ministro de Gobierno del General M. Rodríguez en la Provincia de Buenos Aires, se creó una Institución que duraría más de un siglo: la Sociedad de Beneficencia.

Es importante centrarnos en los aspectos más globales de la reforma encarada por Rivadavia y la relación que tenía dicha Sociedad «protectora» con los cambios que se pretendían. Existen algunos datos históricos vinculados a la conformación nacional de ese entonces como, por ejemplo, la unidad territorial y los distintos proyectos respecto a las formas de gobierno que regirían los destinos futuros.

Si bien el objetivo no es hacer hincapié en estos acontecimientos, resulta importante contextualizar estas primeras formas de concebir «lo social» a partir de una nueva estructura de Estado, ya que no tendría sentido interpretar la «institución» aisladamente.

La creación de la Sociedad de Beneficencia

La Sociedad de Beneficencia fue una de las tantas obras emprendidas en la «reforma». Otras, que también se cuentan entre las más importantes en la nueva estructura del Estado, fueron: la Ley de enfiteusis; las reformas educativas, la militar, la de la Justicia, la religiosa, como así también la creación del Banco Nación, manejado por capitales ingleses y el famoso empréstito de Buenos Aires.

La Sociedad de Beneficencia estaba formada por mujeres de la alta sociedad porteña.

Diversos historiadores sostienen que la reforma del Estado se inspiró en dos ejes centrales son estos: en materia internacional, una alianza con los países librecambistas (liberales) y, en materia local, “la paz a toda costa”, que permitiría el comercio, la prosperidad y el progreso civilizatorio. Todo habría de cambiar y, –de ser posible– también los habitantes.

Bernardino Rivadavia incorporó el primer concepto de «modernización» en la reforma del Estado bajo ciertos símbolos de orden y progreso que estarían presentes en las nuevas Instituciones. Examinemos, pues, algunos de los aspectos de las reformas ya mencionadas:

1) Las personas que se beneficiaron con la Ley de Enfiteusis aún figuran entre los apellidos más ilustres de nuestro país. Se repartieron entre ellos, centenares de leguas a todos los que denunciaban terrenos baldíos, sin mencionar, en el Decreto, cuál era la duración del arrendamiento, ni tampoco qué tipo de productividad deberían tener las tierras otorgadas.

2) Tanto la creación del Banco de Buenos Aires –que formó sus primeras comisiones internas exclusivamente con ciudadanos ingleses –como el como el empréstito fueron suculentos negocios para los capitales británicos. Con las consecuencias que apunta José María Rosa en Análisis Histórico de la Dependencia Argentina:

«Entre 1822 y 1827, casi toda Hispano América se ha convertido en deudora morosa de Inglaterra por 35 millones de libras: 18 por empréstitos impagos y el resto por deudas con empresas exportadoras de sus riquezas naturales» .

3) En cuanto a la reforma judicial, en especial, en materia penal, que es la que más nos interesa, esta se inició con decretos tendientes a reprimir los robos cometidos en la campaña, así como los delitos que se cometieran por embriaguez y el juego en las pulperías.

La Ley de Vagos del 19/4/1822 se anticipó al proyecto del Código de Instrucción Criminal y Penal, que fuera presentado por Guret Bellemare elevado a la Academia de Jurisprudencia. Bellemare era un ex juez francés que instaló un estudio jurídico en Buenos Aires y tomó carta de ciudadanía. Se casó con una prestigiosa viuda de la alta sociedad de ese entonces, quien, por supuesto, figuró en un encumbrado cargo en la Sociedad de Beneficencia.

En un discurso señaló algunos conceptos respecto del espíritu de esta reforma:

«En esta parte del mundo –dijo– donde ha venido a refugiarse la libertad, donde los hombres son buenos por carácter, donde han hecho esfuerzos de gigantes para romper con las cadenas que los sujetaban, pueblos enteramente nuevos, que aún no han adquirido malos hábitos y es necesario evitarlos, y cómo conseguirlo sino inspirando buenos principios y la buena moral que sugieren las buenas leyes criminales.”

Aquí se evidencia hasta qué punto el jurista creía que los buenos códigos en materia penal evitaban los crímenes.

Esta concepción luego fue retomada por Domingo Faustino Sarmiento cuando en “Comentarios a la Constitución” sostuvo que: «Una Constitución no es para todos los hombres: la constitución de las clases populares son las leyes ordinarias, los jueces que las aplican y la policía de seguridad».

Asimismo, es necesario enmarcar estos datos no sólo con aspectos ideológicos de la nueva sociedad, sino además con elementos del comercio reciente, con los «nuevos amos» ingleses y las necesidades de producción de materias primas necesarias para la expansión de Europa.

La historiadora Hilda Sábato señaló la escasez mano de obra para trabajar el campo de los tiempos mencionados, si bien no existen registros oficiales estadísticos hasta más adelante.

La misma autora citada arriba apuntó del Registro Estadístico del Estado de Buenos Aires (primer semestre) lo siguiente: «Los vagos, plaga innata de los países ricos y fértiles como el nuestro… pueblan la campaña… pero (el mal) … no se extinguirá de raíz hasta tanto que la civilización degrade al chiripá y el flujo de la inmigración coarte los medios de vivir sin trabajar»

Es interesante apreciar, esto que analizaremos más adelante, cómo el habitante de Buenos Aires comenzó a no tener los mismos derechos que los europeos. No sólo debía tener papeleta de conchabo, sin cuya obtención podía ser apresado por vago y mandado a la frontera, sino que además podía ser azotado por sus patrones.

4) Para algunos pensadores, la reforma religiosa encarada por la Administración de M. Rodríguez e instrumentada por B. Rivadavia no tenía justificación por la cantidad escasa de clero que había en la Provincia de Buenos Aires por ese entonces. Sobre el particular podemos remitirnos a la Historia Argentina de Ernesto Palacio.

«Los clérigos regulares afectados por la reforma que emprendió, no pasaban de ciento ochenta… Cantidad ínfima para una población de 150.000 habitantes, que adoleció siempre de escasez de clero».

Pero la intención no estaba sólo en la cantidad sino, además, en varias cuestiones: La primera se relacionaba con las Órdenes Religiosas –Congregaciones– las cuales no tenían una dependencia directa con el obispo diocesano, como en el clero secular. Ello las volvía difícil de manejar en forma política. De allí las grandes polémicas de Rivadavia con el Fray Castañeda, quien fue expulsado de Buenos Aires y del que se prohibieron sus periódicos.

Por lo demás, los frailes gozaban de prestigio entre los pobladores no sólo por su dedicación a la enseñanza primaria, sino por su asistencia y cuidado a los enfermos y pobres. Incluso tuvieron una participación muy activa en la vida política, en especial en las luchas por la independencia, que fue ajena e indiferente para el clero secular.

Asimismo, las congregaciones tenían bienes propios, los cuales administraban en forma autónoma. De este modo, la reforma apuntó a la confiscación de bienes, como así también a la obediencia que éstos debían mantener con el obispo diocesano, a quien le otorgaban «algunos beneficios económicos».

Significativamente Rivadavia incautó los bienes de varios hospitales y santuarios manejados por las congregaciones religiosas, aunque no tocó los bienes de la iglesia local. Es así como los bienes de la Hermandad de la Caridad pasaron al Estado.

Existe discusión respecto a esta Hermandad. Para algunos autores fue formada por religiosas (mujeres consagradas), mientras que para otros no fue ese el origen. Este es el caso de José María Rosa quien menciona que:

«La Hermandad de la Caridad era una organización laica y privada que sostenía el Hospital de Mujeres y el Colegio de Huérfanas. Estos institutos fueron pasados a la Sociedad de Beneficencia»

A esta altura claro resulta conveniente plantearse las siguientes cuestiones: ¿por qué se creó la Sociedad de Beneficencia? ¿Engloba la “filantropía» el concepto anterior de caridad cristiana?

Las lecturas para resolver esta inquietud deben hacerse en forma global. Es decir, no mirar a la Sociedad de Beneficencia aisladamente como una más de las reformas encaradas por el Gobierno de M. Rodríguez.

Son cuantiosos los historiadores que argumentan en torno a la figura de Bernardino Rivadavia como a un personaje poco lúcido intelectualmente, a un gran «copiador» de lo visto en las sociedades europeas que intentaba introducir estas «novedades» en la sociedad de Buenos Aires.

Sería poco atinado de nuestra parte restarle importancia a este conjunto de medidas llamadas las «grandes reformas del Estado». Pues marcaron el advenimiento de un modelo conceptual (ideológico) que seguiría presente en la historia de las Instituciones en la Argentina. No sólo “mirar a Europa” como cultura superior sino incorporar un marco en la implementación de las políticas de posteriores generaciones que permanecerán plasmadas en nuestra Constitución Nacional, anterior a la reciente reforma.

Durante el tiempo que duró el viaje de Rivadavia por Europa, fue precisamente en Francia donde vio funcionar la «Societe Philantropique”. La tarea primordial de esta Sociedad era en favor de los obreros octogenarios durante la Restauración. Replicando una misma institución para nuestro país.

Según lo mencionado por Correa Luna en su Historia de la Sociedad de Beneficencia, el problema nacional era diferente al que existía en Europa, ya que aquí no había una clase proletaria. Pero esas controversias Rivadavia intentó salvarlas con:

«la mirada sagaz del estadista, avizorando en el horizonte social, escudriñando las fallas y defectos de la vida criolla, había descubierto en la incurría intelectual de la mujer, en la despreocupación y el abandono de su influjo sobre la existencia colectiva, un germen perpetuo de atraso, una causa permanente de resistencia a aquel febril progreso en que él deseaba ver lanzado al país para su definitivo engrandecimiento.»

Sin embargo, las acciones de la Sociedad de Beneficencia, no estaban destinadas al grueso de la población desvalida, sino que apuntaban a otros sectores: la niñez y, en especial, a la mujer.

Luego en posteriores decretos se van a reglamentar los «premios a la virtud» (5/3/1823). La intervención de la Sociedad en los matrimonios de las huérfanas del 3/11/1823, “premios a la aplicación de las educandas” del 12/4/1824. Creándose, además, una comisión destinada a seleccionar «las mujeres más virtuosas».

Posteriormente también se estableció una selección de huérfanas elegidas entre las más meritorias, una por parroquia de la ciudad y cada partido de la provincia.

Es evidente, que esta nueva Institución se enmarcó en un concepto de Estado con mecanismos administrativos en favor de la centralización. Esta organización de la administración, más «racional», que procuró llevar las «luces» al pueblo, tuvo como soporte ideológico al mercantilismo europeo.

A lo muy largo de su historia la Sociedad de Beneficencia fue instituyendo otros premios “a la madre que haya sufrido más “(1910), “al amor maternal” (1920), “a la mujer que más abnegada y noblemente honre la maternidad” (1924,” a una familia numerosa, compuesta de madre con varios hijos” (1923), “a una madre abnegada que haya sabido formar una familia numerosa”,” a las amas externas de la Casa de Expósitos que hayan cuidado mayor número de niños de salud deficientes o defectuosos” (1935).

Así, el Estado también propició el bienestar material de la gente (nuevos súbditos) pero tenía que diferenciarse de las viejas formas de «caridad cristiana».

No se atrevían a decir “no” a la Iglesia, incluso muchos de los reformadores eran piadosos, como en el caso del mismo B. Rivadavia, pero se oponían a todo intento de determinaciones que no tuviera que ver con el «orden natural».

Por otra parte, en las nuevas acciones administrativas habrá una selección de los «pobres», a quienes había que ayudar. No eran “pobres” a los hoy definimos como estructurales, sino a los que tuvieran condiciones morales para poder aceptar las normas impuestas por la nueva forma de beneficencia.

Modelo moral jurídico

Pasaremos a describir algunas de las características que tiene este modelo que podrían considerarse como las primeras formas de control social de la «pobreza». Es decir, existió una marcada intencionalidad en sancionar conductas referidas a esta problemática, desde el código penal. Recompensando a través premios a la virtud para quienes pudiera sobrellevar estas condiciones de vida, entendidas como un estado natural de las personas.

  1. La reforma al código penal, como muchas de las encaradas en la forma de Gobierno por caso la suspensión del Cabildo, no mencionadas antes, apuntaron a la conservación del orden social, especialmente dirigido a los sectores populares.

Esto no sólo implicó la reclusión, sino además los castigos corporales por parte de los patrones, como así también el traslado a la frontera (deportación), donde era necesario contar con un empleador para no transgredir estas normas.

La distribución de las tierras a los sectores dominantes incidió en esta nueva trama social, por lo cual la única política social para los hombres (varones) en condiciones de producir será el código penal.

  1. Con la creación de la Sociedad de Beneficencia se instauró el control social al sector de la «no producción económica»: las mujeres, los niños y los enfermos. Aquí también se reglamentaron acciones para disciplinar, pero no desde lo punitivo (penal) sino desde el premio/castigo moral, ejercido por un sector «prestigioso» del cuerpo social: las mujeres de la clase dominante.

En el plano ideológico este fue un factor importante del nuevo orden, que luego será retomado por otros «reformadores»: con la mujer se ingresaba a los hogares, pensadas como las transmisoras de costumbres, en especial siendo las encargadas de la crianza de los hijos. De este modo se instalaron formas que apuntaban a modificar costumbres y a hegemonizar conductas.

La Sociedad fundó nuevas instituciones regulativas con independencia de la estructura del Estado. Esto produjo diversos conflictos cuando los poderes públicos intentaron reformar, o bien intervenir sobre sus establecimientos.

De manera que todas estas transformaciones fijaron nuevas pautas para abordar problemáticas sociales que aún están presentes.

  1. a) Los males sociales fueron concebidos desde un orden moral-ético y caracterizados como “vicios» y en muchas ocasiones como delitos.
  2. b) Las respuestas siempre se expresaban en el orden «individual», con previa selección de los sujetos que se intervendrían. Lo importante eran las condiciones «espirituales» de las personas; la abnegación, el sacrificio, la bondad y el cariño eran las cualidades preferidas.
  3. c) La única instancia colectiva se abordó desde la exclusión institucional. Varios autores abundaron en detalle acerca de la cantidad de establecimientos creados por la Sociedad de Beneficencia.

La reforma impulsada por Bernardino Rivadavia es el pre anuncio del Estado liberal oligárquico se despliega en su totalidad la llamada general del °80.

El Patronato de la Infancia

El Patronato de la Infancia se creó en 1892, comenzó a disputarle a las “damas de la caridad” la atención de la infancia desvalida. Al igual que la Sociedad de Beneficencia el Patronato no contaba con lo que hoy definiríamos partidas presupuestarias del Estado. Además del dinero de fiestas a beneficios y otras actividades que la elite caritativa organizaba, comenzó a recibir aportes de la Lotería Nacional. Se creó el “Día de los Niños Pobres” donde se realizaban colectas con alcancías en la vía pública.

Las obras iniciales del Patronato estuvieron destinadas a la creación de un consultorio médico gratuito y un internado donde se recibían niños abandonados.

A una cantidad importante de ellos, entre diez y quince años “eran entregados a la Armada para servir como grumetes bajo pena de azotes o bien iban a la penitenciaria a ocupar una celda, entregados a la ociosidad, mal vestidos, peor alimentados, en contacto con criminales por el delito de no tener padres” (Patronato de la Infancia, citado en Rios y Talak, 1999; 156).

Las obras del Patronato tendieron a procurar la creación de consultorios médicos y salas de aislamiento para evitar el contagio masivo de las enfermedades infecciosas.

Es significativo resaltar algunos aspectos previos para colocar en contexto los objetivos “higienistas” del Patronato. Por un lado, el proyecto de sustitución de población nativa por “el obrero inglés o alemán” de Alberdi y Sarmiento no ha tenido el efecto previsto por los ideólogos, sino que trajo aparejado nuevos e inéditos problemas sociales.

Por otra parte, la catástrofe de la fiebre amarilla de 1871 con más de 13.000 personas muertas, pone en alerta en los médicos en las deficiencias del sistema sanitario de la ciudad que no estaba equipado para las emergencias.

Es por eso el desplazamiento del sector social acomodado a los barrios del norte de la ciudad. Los niños abandonados o huérfanos pasan a estas “sueltos” en las calles.

Los niños pasan a ocupar un lugar en los periódicos de la época con notas donde se evidencia en malestar que provoca verlos en las calles. Hijos de emigrantes y de pobres que realizaban trabajos diversos fueron nuevamente el objeto de control social.

Los niños tuvieron una activa participación en la revuelta de inquilinos. Muchos de ellos provenientes de hogares anarquistas y sociales migrantes constituyeron un peligro social para la elite gobernante.

Es el médico Luis Agote, fue electo varias ocasiones como diputado y senador en la Provincia de Buenos Aires y dos veces electo diputado nacional presenta un proyecto que luego se sanciona como Ley en 1919, Ley 10.903, denominada en adelante como “la Ley Agote”.

La ley que se sanciona cambia las acciones proteccionistas y de cuidado para con la infancia huérfana y desvalida, para centrar en acciones de control social hacia los niños vagabundos, los asocia a la idea de peligrosidad social. Pleno auge de una mixtura de darwinismo social y positivismo político.

El médico Agote en defensa de su proyecto de ley en el Congreso Nacional presentaba a la venta de diarios callejera, los “canillitas” eran niños, como la antesala del crimen y que los niños constituían un real peligro para la sociedad.

Luis Agote
Los proyectos del médico y diputado Luis Agote acoplan concepto de niñez con la delincuencia y la agitación social.

Y como si fuera hoy en día, sabiendo que traspolar contexto histórico no es aconsejable en este tipo de ensayos, los editoriales hacen referencia que las calles del centro de la ciudad eran escuelas de delincuencia: “punguistas y escruchantes”.

Aseguraban los diarios de la época que existían escuelas secretas del robo y además los niños conformaban sociedades secretas de ladrones, como una especie de sociedad mafiosa.

No sólo eso, el diputado Agote sostuvo en el debate Parlamentario la naturaleza diabólica de los niños. “Es necesario no equivocarse y conocer la psicología infantil. El niño es ratero, es mentiroso, es incendiario, comete un sin número de faltas, aunque haya nacido en el hogar más respetable y más moral… Yo tengo la convicción profunda de que nuestra ley falla si no llegamos a suprimir este cáncer social que representa 12 a 15.000 niños abandonados moral y materialmente, que no conocen familia porque es necesario saber que hay muchísimos padres que vienen como inmigrantes y abandonan a los niños a la entrada porque les incomodan; los dejan en los terrenos del puerto donde se alimentan con toda clase de inmundicias y con lo que su mayor o menor habilidad les permite obtener. Otras veces la familia lo abandona porque no lo puede proteger.” (Congreso Nacional, Cámara de Diputados, 28 de agosto 1919).

La ley Agote (10.903) sintetiza y acopla el concepto de niñez con delincuencia y agitación social. Irrumpe la figura del Patronato, donde el juez es el garante de la patria potestad que puede ser revocada por actos inmorales de ambas partes.

La figura del Patronato se sigue manteniendo, aún, en algunas legislaciones actuales.

El surgimiento de los Juzgados de Menores es la puesta en marcha del control social hacia la niñez pobre y el juez se introduce en el seno familiar sin pedir permiso.

Fuentes

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SABATO, Hilda: art.: “Trabajar para vivir o vivir para trabajar” en: Población y mano de obra en América Latina, compilación de SANCHEZ ALBORNOZ, Nicolás, edit. Alianza.

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La Constitución de 1949 y el constitucionalismo social https://constitucionypueblo.com.ar/constitucion-de-1949-constitucionalismo/ https://constitucionypueblo.com.ar/constitucion-de-1949-constitucionalismo/#respond Thu, 18 Jun 2020 16:32:11 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=94 Constitución 1949Para saber qué significó la Constitución Nacional de 1949 no es suficiente transcribir su texto, aún en sus partes más determinantes. Es imprescindible conocer cómo surgió, qué finalidad tuvo, cual fue su logro, y el porqué y las consecuencias de su derogación (v. Jorge Francisco Cholvis http://www.trabajoyeconomia.com.ar/consecuencias-del-bando-militar-que-derogo-laconstitucion-nacional-de-1949, en donde describimos el plan del gobierno de […]]]> Constitución 1949

Para saber qué significó la Constitución Nacional de 1949 no es suficiente transcribir su texto, aún en sus partes más determinantes. Es imprescindible conocer cómo surgió, qué finalidad tuvo, cual fue su logro, y el porqué y las consecuencias de su derogación (v. Jorge Francisco Cholvis http://www.trabajoyeconomia.com.ar/consecuencias-del-bando-militar-que-derogo-laconstitucion-nacional-de-1949, en donde describimos el plan del gobierno de facto para derogar la Constitución de 1949). Observar estas cuestiones llevará inmediatamente a comprender la vigencia que mantienen sus principales postulados en el marco de nuestra realidad contemporánea.

La situación política de la Argentina resultado del 17 de octubre de 1946, fue el punto de partida y principal apoyo para que nuestro país tuviera el novedoso texto constitucional sancionado en 1949. Es que a la Constitución no se la debe enfocar solo como un instrumento jurídico, sino que se la tiene que entender como un elevado documento político que institucionaliza un Proyecto de Nación. En esencia es un proyecto de país institucionalizado al más alto rango normativo.

El tema constitucional no pasa solo por la Constitución escrita, que está sujeta férreamente por la Constitución real, ni es exclusivamente un tema jurídico, sino que principalmente se encuentra en el ámbito del poder político y de un proyecto de nación compartido por un pueblo organizado y participe directo de su institucionalización al más alto rango normativo. Sin duda, la Ley Fundamental es, lisa y llanamente, un proyecto de Nación sustentado en una ideología y en determinadas relaciones de fuerzas. Una Constitución no es sino su consecuencia, y el poder encarna la única instancia capaz de transformar la política en historia.

En el periodo constitucional que se inicia en 1946 el gobierno nacional sostuvo las banderas de la Justicia Social, la Independencia Económica y la Soberanía Política. Se sancionó la “Declaración de los Derechos del Trabajador”, como también otros derechos sociales con rango legislativo, y se aumentó el salario real de los trabajadores y la distribución del ingreso favoreció notablemente a amplios sectores de la población; se dictó el Acta por la que en Tucumán se formula la “Declaración de la Independencia Económica”, y -entre muchas otras medidas- el 23 de septiembre de 1947 fue sancionada la ley del voto femenino que incorporaba a la mujer al proceso electoral.

Al asumir la presidencia de la Nación, el 19 de Julio de 1945 Perón sostenía que “el concepto moderno de una nación democrática en marcha, impone, en primer término, la distribución equitativa de la riqueza que su suelo produce”; y poco tiempo después, llegando al fondo del problema aporta la vía para su solución: “Para ello debemos ir pensando en la necesidad de organizar nuestra riqueza, que hasta ahora está totalmente desorganizada, lo que ha dado lugar que hasta el presente el beneficio de esta riqueza haya ido a parar a manos de cuatro monopolios, mientras los argentinos no han podido disfrutar siquiera de un mínimo de esa riqueza” (v. “Plan de Gobierno, 1947-1951, Tomo I, Presidencia de la Nación-Secretaría Técnica, Buenos Aires, 1946, p.21).

Esa política enfrentó al condicionamiento socioeconómico, que es lo que fundamentalmente impide la vigencia de los más elementales derechos humanos básicos, como ser el trabajo, la salud, la vivienda, y la educación. Son esas bases económicas las que le han de dar vigencia real a esos derechos y de tal forma en dicho periodo fueron efectivamente gozados por la mayoría de la población.

El 5 de diciembre de 1948 se realizaron las elecciones para integrar la Asamblea Constituyente, en las cuales el peronismo obtuvo un holgado triunfo. Con ese resultado se aprecia que el programa propuesto para reformar la Constitución Nacional había logrado el apoyo de la amplia mayoría del pueblo. Poco tiempo después, en una reunión que se realizó en la residencia de Olivos el 11 de enero de 1949 con los convencionales electos del Partido Peronista, el Presidente Perón expuso el significado de cada una de las reformas propuestas y expresó que la antigua fórmula de libertad, igualdad y fraternidad tenía que ser cambiada por la libertad, la justicia y la solidaridad. Se ingresaba a los tiempos de la democracia social.

En la redacción definitiva de la Constitución de 1949 se puede observar el pensamiento y acción de Arturo Enrique Sampay. En la 12ª reunión del 11 de marzo de 1949, al exponer el Informe sobre el artículo 5° del Despacho de la Comisión Revisora de la Constitución, como prolegómeno y con el fin de mostrar la orientación filosófico-política y la fisonomía técnico-jurídica que lo sustentaba, efectuó una precisa reseña de nociones fundamentales que son la esencia de la Constitución: “La Constitución es una estructura de leyes fundamentales que cimenta la organización política del Estado, fijando sus fines y enunciando los medios adecuados para conseguirlos, y que establece, además, la manera de distribuir el poder político y elegir los hombres que lo ejercen. Dicho con otras palabras, la Constitución es el orden creado para asegurar el fin perseguido por una comunidad política, y la que instituye y demarca la órbita de las diversas magistraturas gubernativas. Estas dos partes de toda constitución, que acabo de definir glosando a Aristóteles y a su gran comentarista medieval, son las llamadas, por la doctrina de nuestros días, parte dogmática y parte orgánica, respectivamente, de una constitución” (”Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente” – año 1949, Tomo I, Imprenta del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1949, pág. 269).

La novel arquitectura de la Constitución desarrolla la primera parte en cuatro capítulos, en vez del único que contenía el texto de 1853. Ello obedece –expresaba Sampay- a un criterio arquitectónico acorde con la honda transformación operada en los “Principios Fundamentales” del Estado. Con la transformación operada en el campo de los derechos personales, en la nueva Ley Suprema se podían distinguir aquellos derechos de sentido individualista que venían desde la Constitución de 1853, de aquellos otros derechos llamados económico-sociales, que surgieron en el devenir del siglo XX. Mientras los derechos personales de inspiración liberal comprometían al Estado a la abstención, los económico-sociales lo obligan a la acción.

Así fue que se precisan ampliamente derechos personales y los económico-sociales se incorporan expresamente al texto constitucional. Mencionaremos sintéticamente aspectos principales del nuevo texto puesto en vigencia en 1949. En el Capítulo II, “Derechos, deberes y garantías de la libertad personal”, estableció que “la Nación Argentina no admite diferencias raciales” (art. 28); incorpora el principio que “todo habitante podrá interponer por sí o por intermedio de sus parientes o amigos, recurso de hábeas corpus ante la autoridad judicial competente” (art. 29); y que “los derechos y garantías reconocidos por esta constitución no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio, pero tampoco amparan a ningún habitante de la Nación en perjuicio, detrimento o menoscabo de otro. Los abusos de esos derechos que perjudiquen a la comunidad o que lleven a cualquier forma de explotación del hombre por el hombre, configuran delitos que serán castigados por las leyes” (art. 35).

Es en el Capítulo III – “Derechos del trabajador, de la ancianidad y de la educación y la cultura” donde aparecen nítidamente los derechos sociales. En efecto, el artículo 37 declaró los siguientes derechos especiales: I. Del Trabajador, a saber: Derecho a trabajar; a una retribución justa; a la capacitación; a condiciones dignas de trabajo; a la preservación de la salud; al bienestar; a la seguridad social; a la protección de la familia; al mejoramiento económico; y a la defensa de los intereses profesionales. En su apartado II. De la Familia, expresó que la familia como núcleo primario y fundamental de la sociedad, será objeto de preferente protección por parte del Estado; y que el mismo “protege al matrimonio, garantiza la igualdad jurídica de los cónyuges y la patria potestad”. Con el objeto de asegurar la vivienda instituye “el bien de familia”; y por último, expresa que “la atención y asistencia de la madre y el niño gozarán de especial privilegiada consideración del Estado”. A continuación en el apartado III, instituyó como derechos De la Ancianidad, a los siguientes: derecho a la asistencia; a la vivienda; a la alimentación; al vestido; al cuidado de la salud física; al cuidado de la salud mental; al esparcimiento; al trabajo; a la tranquilidad; y al respeto. Finalmente este capítulo en su apartado IV se refiere al Derecho de la Educación y la Cultura, en el cual comienza por señalar que la educación y la instrucción corresponden a la familia y a los establecimientos particulares y oficiales que colaboren con ella, conforme a lo que establezcan las leyes. Para ese fin el Estado creará escuelas de primera enseñanza, secundarias, técnico-profesionales, universidades y academias. Precisa que “la orientación de los jóvenes, concebida como complemento de la acción de instruir y educar, es una función social que el Estado ampara y fomenta”. Haciendo efectivo el principio del preámbulo de la Constitución de “promover la cultura nacional”, al tratar el tema de las universidades instituyó que “establecerán cursos obligatorios y comunes destinados a los estudiantes de todas las facultades para su formación política, con el propósito de que cada alumno conozca la esencia de lo argentino, la realidad espiritual, económica, social y política de su país, la evolución y la misión histórica de la República Argentina, y para que adquiera conciencia de la responsabilidad que debe asumir en la empresa de lograr y afianzar los fines reconocidos y fijados en esta Constitución”. También estableció que “el Estado protege y fomenta el desarrollo de las ciencias y las bellas artes”, y que “las riquezas artísticas e históricas, así como el paisaje natural cualquiera sea su propietario, forman parte del patrimonio cultural de la Nación y estarán bajo tutela del Estado”.

Es en el Capítulo IV titulado de “la función social de la propiedad, el capital y la actividad privada”, donde desarrolla normas de política económica constitucional para superar el condicionamiento socioeconómico y dar vigencia a derechos humanos básicos. Así es que el artículo 38 expresamente señaló que “la propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo e interv犀利士
enir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva”. A continuación el art. 39 expresó que “el capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino”. Y es el art. 40 el que estableció que “la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social”. En tal sentido, continuaba señalando que “el Estado mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguarda de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución”. A continuación disponía que “salvo la importación y exportación que estarán a cargo del Estado de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios”. Estableció este artículo que “los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias”. El mismo dispuso que “los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado”, y determinó el criterio para fijar la indemnización para aquellos que deban volver al patrimonio público, el cual debía ser: “el costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión, y los excedentes sobre una ganancia razonable, que serán considerados también como reintegración del capital invertido”.

Las reformas de las Constitución del 49

La parte orgánica de la Constitución, conservó la estructura del texto anterior. Las reformas más trascendentes fueron el artículo 77 que estableció la posibilidad de la reelección presidencial y el 82 que suprimió los colegios electorales, y dispuso que el Presidente y Vicepresidente serían elegidos directamente a simple pluralidad de sufragios. Otra reforma de importancia establecía en el artículo 95 que la interpretación que la Corte Suprema de Justicia hiciera de los artículos de la Constitución por recurso extraordinario, y de los códigos y leyes por recursos de casación, sería de aplicación obligatoria por los jueces y tribunales nacionales y provinciales.

En esta nueva disposición del articulado se encuentra el núcleo de la reforma. La Argentina se incorporaba en la senda del constitucionalismo social, y lo plasmaba al más alto rango normativo. De tal modo, la reforma constitucional le asignó al Estado la directiva de una política social, de una política familiar; y también de una política económica que se dividía en dos campos: la actividad económica privada y la actividad económica del Estado. Abandonando la falsa neutralidad que le otorgaba la concepción liberal al Estado en el proceso económico, la reforma de 1949 en su orientación filosófico-jurídica en su carácter de promotor del bien de la colectividad le confió un papel relevante en la defensa de los intereses del pueblo, y a tal fin lo facultó para intervenir en dicho proceso con el ánimo de obtener el bien común. “Porque la no intervención significa dejar libres las manos a los distintos grupos en sus conflictos sociales y económicos, y por lo mismo, dejar que las soluciones queden libradas a las pujas entre el poder de esos grupos. En tales circunstancias, la no intervención implica la intervención a favor del más fuerte, confirmando de nuevo la sencilla verdad contenida en la frase que Talleyrand usó para la política exterior: la no intervención es un concepto difícil, significa aproximadamente lo mismo que intervención”. La no intervención era darle permanencia a lo que Arturo Jauretche llamaba “el dirigismo de ellos”.

Cabe recordar que Sampay sostuvo en la Asamblea Constituyente como fundamento de la reforma que “la necesidad de una renovación constitucional en sentido social es el reflejo de la angustiosa ansia contemporánea por una sociedad en la que la dignidad del hombre sea defendida en forma completa. La experiencia del siglo pasado y de las primeras décadas del presente demostró que la libertad civil, la igualdad jurídica y los derechos políticos no llenan su cometido si no son completados con reformas económicas y sociales que permitan al hombre aprovecharse de esas conquistas” (“Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente – Año 1949, Tomo I, Imprenta del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1949, pág. 274).

Podemos concluir siguiendo el pensamiento de Sampay que la Constitución Nacional de 1949 además de propender a hacer efectivo el predominio político de los sectores populares e incorporar los derechos sociales -del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y cultura-, tendía a estatizar los centros de acumulación y de distribución del ahorro nacional, las fuentes de materiales energéticos, los servicios públicos esenciales y el comercio exterior. Le asignaba a todos los bienes de producción el fin primordial de contribuir al bienestar del pueblo, y prescribía que al Estado le corresponde fiscalizar la distribución y la utilización del campo e intervenir con el objeto de desarrollar y aumentar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva. La nueva Constitución se proponía hacer efectivo el gobierno de los sectores populares, y lograr un desarrollo autónomo y armónico de la economía, “que conceda el bienestar moderno a todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Apuntaba, pues, a consumar en la Argentina la revolución social requerida por el mundo contemporáneo” (Arturo Enrique Sampay, “Constitución y Pueblo”, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973, pág. 121).

(*) Historiador y constitucionalista.

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¿Hacia un nuevo humanismo? https://constitucionypueblo.com.ar/hacia-un-nuevo-humanismo/ https://constitucionypueblo.com.ar/hacia-un-nuevo-humanismo/#respond Tue, 16 Jun 2020 21:24:12 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=82 HumanismoLa pandemia de coronavirus planteó una disyuntiva entre cuidado de la salud y mantenimiento de la economía. Está situación es la oportunidad de plantear la necesidad de un humanismo que permita el cumplimiento de los derechos humanos.]]> Humanismo

El dilema que presenta la pandemia del covid-19

La extensión mundial del virus covid-19 puso a los gobiernos en la disyuntiva de asumir las prevenciones sanitarias que esta nueva pandemia exigía para aplanar las curvas de contagio y de esta manera estar en condiciones de asistir a los afectados o ignorar la posible extensión del contagio sin tomar las medidas adecuadas.

¿Por qué esta disyuntiva? Porque la única medida eficaz, reconocida a partir de la experiencia China que logró detener el virus y acotar la pandemia, es el cumplimiento de una estricta cuarentena, mientras científicos de todo el mundo desarrollan estudios en búsqueda de una vacuna y prueban diversos fármacos que puedan ayudar a recuperar a los contagiados. Los devastadores efectos provocados por este virus en los países que no tomaron esta medida oportunamente -caso Italia, España, Estados Unidos y Brasil por ejemplo- son conocidos. Pero, esta medida implica poner un freno a la actividad económica, con la consecuente profundización de una recesión mundial ya anunciada por todos los organismos internacionales dedicados al seguimiento de la economía y las finanzas.

E aquí lo que parece ser el quid de la cuestión para los gobiernos: priorizar la salud de la población en detrimento de la actividad económica o correr el riesgo de una gran mortandad pero no frenar la actividad económica.

Una falsa contradicción

Obsérvese, en esta disyuntiva, que la opción implica aceptar, sin discusión, que la economía no es responsable de garantizar la salud de la población o, en otros términos, para garantizar la salud de la población hay que dejar de lado la economía. De hecho, el modelo neoliberal global ha vaciado los sistemas de salud pública priorizando la medicina privada y transformando la salud en un negocio y encuentra a los sistemas de salud de la mayoría de los países en una gran debilidad para afrontar la pandemia y en muchos de ellos solo son atendidos los que pueden pagar las prestaciones de salud.

Esto implica una concepción de la economía donde el hombre no es el centro de la economía. La actividad económica ha dejado de tener como objetivo la satisfacción de las necesidades del hombre en sociedad. Hoy la economía está organizada en función de la ganancia del capital, independiente de la situación del hombre que vive y se organiza en sociedad para satisfacer sus necesidades mediante la producción de bienes que se distribuyen según esas necesidades. La lógica del pensamiento económico no tiene como centro al hombre y su realidad. La nueva lógica, o el elemento central del nuevo paradigma es el capital y la ganancia o la utilidad de ese capital.

Aristóteles reservaba el término economía para los intercambios que tenían como objeto proveerse de los bienes necesarios para la vida, dado que era función natural “procurar el sustento al ser que ha nacido”1. Cuando primaba el interés por la ganancia utilizaba el término “crematística”, -incorporado por Tales de Mileto para definir el arte de hacerse rico-. Aristóteles consideraba que existe una Crematística natural cuando las ventas de los bienes se realizan directamente entre el productor y el comprador al precio justo y una Crematística antinatural cuando la usura transforma el dinero a partir del dinero2. No es objeto de esta nota desarrollar el pensamiento de Aristóteles sobre economía, pero lo traigo a colación porque refleja el pensamiento económico de la antigüedad y que tuvo gran influencia en la Europa de la Edad Media hasta la primera revolución industrial, particularmente sus conceptos de justicia distributiva y conmutativa. La primera concerniente al reparto de los bienes de la ciudad entre sus habitantes; la segunda implicaba, para el Estagirita, que ninguno de los que intervienen en el intercambio tiene que ganar o perder en la operación, “de manera que la justicia de las transacciones voluntarias es un medio entre una cierta ganancia y pérdida, a saber, tener igual antes y después”3.

Muy distante es la lógica actual del funcionamiento de la economía donde el objetivo de todo intercambio es la ganancia y donde el dinero crea dinero y el interés transforma la usura internacional en la base de un sistema financiero que acumula capital improductivo y en su lógica perversa determina como natural que unos pocos hayan acumulado insignes riquezas mientras la mitad de la población mundial padece hambre.

Un solo dato contundente y representativo de esta realidad de injusticia distributiva: Según el informe Oxfam4 publicado el 20 de enero de 2020, los 2153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4600 millones de personas. Pasado a porcentajes, un 0,00003% de los habitantes del planeta tienen más riqueza que el 60% de la población mundial. Por si todavía no es suficientemente claro lo expreso de otra manera: 3 personas tienen la misma riqueza que 10.000.000.

Esta situación de desigualdad va creciendo año tras año por la aplicación de políticas económicas que favorecen la acumulación de la riqueza en pocas manos. Este proceso se verificó con mas intensidad y aceleración a partir de la desaparición del estado de bienestar y el predominio del pensamiento neoliberal, que prioriza la financiarización de la economía, luego de haber establecido como lógica del desenvolvimiento económico un nuevo paradigma que hoy impera: ajuste fiscal, privatizaciones, endeudamiento, desaparición del estado como regulador de los procesos económicos, flexibilización laboral, libertad de comercio, trasnacionalización empresaria y financiera. Todo proceso económico está regido por la lógica del mercado.

Neoliberalismo: Una concepción de la economía lejana a la realidad del hombre

E aquí el problema: hoy la economía es un concepto abstracto; lejano a la realidad del hombre. Porque, además, en el nuevo sistema económico mundial, se sostiene en otra noción abstracta: “la globalización”, conceptos impuestos a modo de eslogan o de sentido común, sostenidos por los medios de información masiva y masificante, dentro del nuevo modelo de relaciones económico-políticas que denominamos neoliberalismo.

La visión del pensamiento económico hoy no tiene relación con el hombre real y con el mundo real desde el momento en que se considera a la economía como mercado. Los análisis económicos se realizan confundiendo economía con mercado, y los economistas defensores de este modelo llegan a creer que el análisis económico puede existir como una cierta clase de estudio social desencarnado.

El mercado es una entelequia, nadie lo puede ver pero todas las decisiones se toman invocándolo. El mercado no tiene ninguna responsabilidad social y el imperio del mercado es el imperio de los capitalistas. Es un imperio sin responsabilidad hacia el hombre y la sociedad, su único compromiso es con la ganancia de los capitalistas. Por eso es imprescindible retoman la acción del estado en la actividad económica, regulando el mercado para que el hombre en sociedad y sus problemas reales regresen al centro de la acción económica.

Cuando pretendemos establecer una relación entre pensamiento económico y mundo real, estamos proponiendo una reflexión analítica de los problemas económicos apoyados en los “fundamentos macroeconómicos”, en otros términos, en el comportamiento de la economía en su conjunto. Examinando las relaciones entre cantidades agregadas, tales como la producción, el empleo, el consumo, y la inversión, en donde lo económico va más allá del mercado5. Al respecto, un elemento fundamental a tener en cuenta es que la economía real implica la resolución de las contradicciones que el sistema lleva implícito. La determinación de que políticas se implementan siempre implica determinar el papel del Estado, que objetivos se persigue, como controla la acción del mercado, una jerarquía de valores y, sobre todo cuales son las relaciones de poder que, finalmente, son las que permiten la implementación de políticas económicas. David Anisi, en el libro “Jerarquía, Mercado, Valores. Una Reflexión Económica sobre el Poder”, manifiesta: “esa perspectiva económica en la que Jerarquía, Mercado y Valores se interrelacionan, excluyen, apoyan… permite contemplar de forma adecuada aquello que es y fue el auténtico núcleo de la economía: las relaciones de poder” (1992, p 35). El llamado de atención que se podría plantear es que en las actuales circunstancias la teoría económica no incorpora en sus estudios analíticos las contradicciones del sistema. En la medida que los conflictos sociales no sean reconocidos, la economía no podrá dar cumplimiento de su visión, es decir del estudio de las condiciones de la realidad humana”.

Como afrontar la crisis

Partiendo de un análisis macroeconómico, economistas de diversa ideología coinciden en afirmar que nos encontramos ante una crisis económica de gran magnitud. Sea que la crisis económica actual haya sido previa al coronaviurs o sea que se haya producido por efectos de la pandemia, cuestión que no vamos a abordar en esta nota, un análisis de la situación internacional indica que luego de superada la pandemia nos encontraremos sumidos en una profunda recesión, probablemente mas grave que la producida por la gran depresión de 1929.

No parece arriesgado sostener que la crisis económica y financiera no se produce por una falta de liquidez sino más bien por lo contrario. Podríamos afirmar que la crisis se produce porque hay exceso de capital improductivo o generado ficticiamente por el sistema financiero actual. Capital que en las actuales circunstancias la economía productiva no está en condiciones de absorber por carencia de demanda. Aquí podríamos recurrir a una explicación keynesiana: una tasa de interés excesiva hace que los recursos no puedan ser utilizados por el sistema productivo, ya que tal tasa de interés tiende a deprimir la economía en general. Un interés excesivo reduce la demanda porque el ahorro se vuelca al capital financiero en lugar de alimentar la inversión productiva y, consecuentemente, disminuye la demanda de bienes cayendo el empleo, lo que reduce el nivel del agregado de salarios, lo que implica la reducción general de consumo, lo que a su vez significa que la tasa de ganancia disminuye, lo que nuevamente reduce la demanda de inversiones, etc., cayendo en un círculo vicioso.

La pandemia ha generado una revalorización del estado ante la necesidad de los gobiernos de asumir la iniciativa para afrontar el problema sanitario, en tanto y en cuanto los sistemas privados de salud se han mostrado impotentes para hacerlo. En consecuencia, ha sido necesaria una acción coordinada por el estado, de todos los recursos disponibles ante la magnitud del problema. Toda la excelencia que predicaban los seguros de salud como respuesta a situaciones individuales de atención médica se mostraron ineficaces para afrontar una situación crítica que ya no es de cada individuo en particular sino de las sociedades en su conjunto.

Algunos de los jefes de Estado comienzan a darse cuenta que terminada la pandemia les va a quedar el problema de una economía real con muy graves problemas, mas allá de la caída del valor de las acciones y los bonos, la crisis de la deuda, el precio del petróleo y las materias primas y la crisis del sistema financiero. El panorama pos-pandemia, mas probable, es un alto desempleo, empresas productoras quebradas y niveles de pobreza insostenibles y estos problemas no los resuelve el mercado ni los financistas que estarán pensando en como salvar sus usurarias ganancias.

Otros gobernantes que proponían no tomar medidas frente a la pandemia para sostener la economía, lo que pretendían era mantener el modelo neoliberal y todas las injusticias para las grandes mayorías sumidas en la pobreza. El coronavirus habría justificado la muerte de los que sobran a este modelo, en una especie de neo-malthusianismo en el que el problema de sobrepoblación no se resolvería con una guerra (en la segunda guerra mundial habrían muerto entre 60 y 100 millones de personas según quien haga las estadísticas) sino con un virus que habría hecho el trabajo exterminador. Estos sectores son los mismo que no tienen escrúpulos en seguir destruyendo la madre tierra, la naturaleza, en aras del progreso del mercado, que fumigan alegremente para aumentar sus cosechas y sus ganancias destruyendo el medio ambiente y denostan la ecología, son los mismos que pueden proponer rebajar las jubilaciones porque se están extendiendo las expectativas de vida y la relación trabajadores activos sobre trabajadores pasivos es cada vez más negativa. Son los mismos que reniegan de una mejor distribución del ingreso que podría revertir esta relación con una mayor generación de empleo pero disminuiría sus ganancias exorbitantes.

Las reacciones recientes de los gobiernos parecen indicar, en su mayoría, que cada vez esta más madura una salida de tipo keynesiano a la crisis pos-pandemia. En primer lugar porque la experiencia de la intervención del estado para afrontar la pandemia se ha mostrado satisfactoria en aquellos países en que se tomaron a tiempo las medidas de aislamiento, conducidas por los gobiernos ante la inacción del capital privado, que incluso se opuso a dichas medidas.

En segundo lugar, esta intervención debió ser acompañada por medidas económicas contrarias a la prédica y al márquetin neoliberal. Pago de salarios desde el estado, ampliación de seguros de desempleo, expansión monetaria, seguros y refuerzos alimentarios a los sectores mas castigados, déficits fiscales asumidos intencionalmente para cubrir esas medidas, propuestas de no pago de la deuda externa para los países mas pobres.

En tercer lugar, la desorientación del sistema financiero internacional y su debacle ante la crisis, con caída del valor de acciones y bonos en todas las bolsas del mundo, en contraposición del fortalecimiento de la acción estatal, prepara el camino para medidas mas osadas que enfrenten a un sistema financiero en retroceso y reorienten el capital hacia la demanda y la producción que permitirían reconstruir el empleo y las empresas productivas quebradas.

En cuarto lugar, la experiencia histórica de las crisis anteriores contrapone el éxito de la salida keynesiana en 1929-1930 y la posguerra 1939-1945, que desembocó en el Estado de Bienestar, con crecimiento y desarrollo sostenido hasta la aparición del neoliberalismo que impusieron Reagan y Thatcher en las postrimerías del siglo XX y el fracaso de los parches neoliberales con salvatajes millonarios para los bancos en la crisis 2008-2009, que terminó en la crisis actual, que ya se percibía antes de la expansión de la pandemia del covid-19 por todo el mundo.

Desconocemos todavía que características tomará la salida a la crisis, pero aparecen signos de que vamos hacia un nuevo paradigma. Varias propuestas a nivel mundial aparecen como alternativas a la crisis. De ellas, hay tres que están tomando cuerpo, están en debate público y van logrando un fuerte consenso social:

  • El no pago de la deuda externa de los países mas pobres y fuertes quitas para las deudas con organismos y prestamistas privados de parte de los países deudores.
  • La imposición de un impuesto a la riqueza de los milmillonarios y las ganancias extraordinarias de las multinacionales y grandes empresas.
  • La conformación de un salario universal, independiente de la actividad formal o informal que realicen los trabajadores, correspondiendo a los empleadores abonar la diferencia entre el salario universal y los salarios de convenio o acordados.

Estas propuestas se complementan con otras que también conllevan un fuerte carácter redistributivo progresivo, entre ellas:

  • La declaración de los servicios públicos como derechos humanos, con la consecuente reestatización de estos servicios fundamentales, dado que el parámetro ya no sería la ganancia empresaria sino la necesidad de las personas.
  • La regulación de las tasas de interés y la reorientación del crédito hacia actividades productivas, con fuertes regulaciones para el sistema financiero.
  • La necesidad de que los estados intervengan para garantizar la vivienda familiar y el acceso a la misma por vastos sectores de la población que hoy se encuentran en situación de calle o en hacinamiento habitacional y social.

¿Hacia un nuevo humanismo?

Si todo esto se hiciera realidad, estaríamos frente al surgimiento de un nuevo humanismo. Se trata de lograr el diseño de una política económica donde quede garantizado el pleno empleo del capital y el trabajo, se ofrezcan altos tipos de beneficio para la producción, y se establezca una red de seguridad para los ciudadanos en general y para los asalariados en particular.

Un humanismo que permita el cumplimiento de los derechos humanos, que termine con la pobreza y la indigencia y que establezca nuevas relaciones sociales donde prime la igualdad. Quizás sea una utopía, pero una utopía necesaria para pensar un mundo mas justo y mas humano.

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Apuntes shakespeareanos sobre la «res publica» https://constitucionypueblo.com.ar/apuntes-shakespeareanos-la-res-publica/ https://constitucionypueblo.com.ar/apuntes-shakespeareanos-la-res-publica/#respond Tue, 16 Jun 2020 20:26:54 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=62 Julio Cesar William ShakespeareWilliam Shakespeare imaginó en su obra Julio César las palabras que Marco Junio Bruto pronunció ante el pueblo, luego de haber asesinado al líder de Roma. ]]> Julio Cesar William Shakespeare

El título del libro que Andrés Rosler dedicó al problema de la república, Razones públicas, alude a la voluntad y a la decisión del más notorio de los verdugos del gran Julio César, Marco Junio Bruto, de hablar al pueblo de Roma después del asesinato de su líder para explicar públicamente la criminal acción del grupo de jóvenes nobles conjurados contra él. Para dar, en efecto, razones públicas de esa acción. Por supuesto, hay aquí una primera cuestión para señalar, que es que si alguien tiene que dar razones públicas de lo que hizo después de haberlo hecho es porque no realizó una consulta pública sobre si estaba bien hacerlo antes de hacerlo. En este caso, es evidente que la causa de la eliminación de César no era una causa que pudiera contar con el favor del pueblo, que lo amaba, y por eso la conjura en contra de su vida fue tan subrepticia y sigilosa, y por eso también a ese favor del pueblo, en lugar de procurárselo antes de tomar las armas, los asesinos debieron procurar ganárselo después de haberlo hecho. Eso es sin duda lo que debe haber buscado Bruto en sus palabras al pueblo de Roma, y es una verdadera pena que no nos hayan quedado testimonios de cuáles fueron esas palabras, sobre las que las fuentes clásicas con las que contamos, con Plutarco a la cabeza, no nos informan nada. Sabemos, por él y por otros, que Bruto habló a la multitud, pero no sabemos qué le dijo.

El que célebremente imaginó qué pudo haberle dicho fue, en cambio, William Shakespeare, quien en el último año del siglo XVI escribió una pieza, Julio César, cuya fuerza es tan grande que resulta difícil, después de ella, imaginar que las palabras pronunciadas ante el pueblo por el Bruto histórico que acuchilló a César en 44 antes de Cristo puedan haber sido otras que las que leemos en esa obra formidable. Dos años después de la cual, por otro lado, Shakespeare escribió otra obra extraordinaria, incluso mayor, más compleja y más famosa, Hamlet, de 1601, cuya historia y cuyo personaje central han sido muchas veces comparados con los de la pieza de 1599. En ambos casos, en efecto, un joven noble, melancólico y bien intencionado debe sacarse de encima a un viejo poderoso (su protector y amigo en un caso, su tío, padrastro y rey en el otro) por un medio violento que sabe por lo menos objetable. 1

Quizás la diferencia fundamental entre ambas obras, como ya ha sido observado por más de un crítico, sea que si en Hamlet el príncipe no se decide a cometer esa acción que le repugna, y toda la pieza presenta las tremendas consecuencias de esa indecisión, en Julio César, en cambio, Bruto, tras una vacilación que en realidad dura bastante poco tiempo, se decide a actuar, y actúa, casi de inmediato, y toda la pieza presenta las terribles consecuencias de esa precipitación.

Una de las cuales, en efecto, es ésta que acá estábamos anunciando: la de tener que hablar, después de haber actuado, para dar razones públicas de por qué se actuó. Eso, observemos, no le pasa a Hamlet. Que pudo haber matado a su tío Claudio de modo perfectamente secreto y cauteloso en la famosa escena en que el rey está rezando, o tratando de rezar, dándole la espalda, situación que el príncipe piensa por un momento aprovechar para liquidarlo, pero que en ese momento de soledad de ambos prefiere más bien no actuar y dejar el cumplimiento de la orden de su padre para otra ocasión mejor. 2 Esa ocasión, como sabemos, se presenta al final, al final de todo: después del duelo envenenado con su amigo Laertes, ocurrido con todos los nobles del reino como testigos, cuando todas las circunstancias, y las explícitas palabras del propio Laertes y de la reina, acusan de traición al rey y justifican por lo tanto, públicamente, la acalorada reacción de Hamlet, que de inmediato atraviesa a su tío con su espada. Si Hamlet hubiera matado al rey en la escena en que ambos estaban solos, habría tenido, después, que dar razones públicas para su acto; como lo mató después de que todo el mundo pudo tener evidencias ostensibles de su felonía, su crimen asume casi la apariencia de la ejecución de una condena que a ninguno de los circunstantes le habría costado trabajo compartir.

Shakespeare
Retrato del dramaturgo Wllliam Shakespeare.

De manera que en las circunstancias mismas que, en Julio César, conducen al joven Bruto a tener que dar, después de haber actuado, razones públicas de su acto encontramos un primer motivo de sospecha sobre el tipo de republicanismo que es posible postular como móvil de su comportamiento: un republicanismo receloso del pueblo y que lleva a actuar en secreto y a sus espaldas, un republicanismo para el cual el pueblo solo aparece, después, como auditorio destinado a recibir pasivamente las razones de quienes actuaron, antes, sin haberlo consultado. Digo con toda intención que estas características distinguen un cierto tipo de republicanismo, y no al republicanismo sin más, porque, aunque Rosler no dedica ni una sola referencia a la cuestión, nosotros no tenemos por qué acompañarlo en su olvido de la distinción, tan vieja como la historia del pensamiento político occidental, entre por lo menos dos modulaciones diferentes dentro de la gran tradición republicana: la de un republicanismo aristocrático, minoritarista y antipopular, como el de la antigua Esparta o el de la “serenísima” Venecia del Renacimiento italiano, y la de un republicanismo plebeyo, mayoritarista y democrático, como el de la antigua Atenas o el de la tumultuosa Florencia en los días de Maquiavelo.

Pues bien: puesto esto en estos términos quizás un poco demasiado simples, lo que es indudable es que no es este último tipo de republicanismo el que orienta las ideas y las acciones de los jóvenes Bruto, Casio y sus amigos, y que lo menos que debemos preguntarnos es si es por republicanos o por aristócratas que estos muchachos tan enfáticos recelan del amor que el pueblo siente por su líder y se dan a la patriótica tarea de ajusticiarlo. 3 Shakespeare percibe esto con mucha lucidez, y las palabras que atribuye a Bruto no hacen más que confirmar en nosotros esta sospecha. En efecto, no se trata solo de que los jóvenes nobles de la pieza asesinen a César primero y expliquen públicamente su acción criminal después, sino de que el modo en que lo hacen, en que lo hace, específicamente, el héroe de la pieza, Bruto, no revela por ese pueblo al que se dirige más que el desprecio profundo que esa élite a la que él y sus compañeros pertenecen siente por él. En su libro Rome and Rhetoric, sobre la pieza que nos está ocupando, Garry Wills destaca hasta qué punto todo en el discurso de Bruto se refiere nada más que a él mismo, a su honor, a su integridad, a su nobleza, y hasta qué punto la incuestionabilidad de ese honor, esa integridad y esa nobleza es un supuesto de todo su argumento y un motivo suficiente de descalificación de quien pudiera no compartir ese supuesto.

En efecto, Bruto no considera posible que alguien a la altura de los propios valores que él encarna pueda tener una opinión distinta de la suya, y lo hace saber reiteradamente a la multitud a la que le dirige la palabra: “¿Quién, entre ustedes, es tan abyecto que querría ser esclavo? Si hay alguno, que hable, pues lo he ofendido. ¿Quién tan bárbaro que no quisiera ser romano? Si hay alguno, que hable, pues lo he ofendido. ¿Quién tan vil que no ama a su patria? Si hay alguno, que hable, pues lo he ofendido”. (3.2.25-8) Solo siendo abyecto, bárbaro o vil, parece pensar el republicano Bruto, puede alguien no estar de acuerdo con lo que Bruto hizo. Así, lo menos que puede decirse del tipo de republicanismo del buen Bruto, que le alcanza para sentirse obligado a dar razones públicas de lo que hizo, es que no le alcanza para imaginar que alguien podría quizás no estar de acuerdo con esas razones suyas sin ser un ser abyecto, bárbaro o vil. Pero es que éste es el modo en que los jóvenes romanos de la élite que nos presenta Shakespeare se representan al pueblo, al que primero le ocultan las intenciones que los llevarán a actuar y después lo insultan en el modo mismo en el que fingen ofrecerles esas razones públicas por el modo en el que actuaron.

Por cierto, el desprecio que siente por el pueblo el noble Bruto está calcado del de Coriolano, el aristocrático héroe de otra pieza de Shakespeare sobre un episodio anterior (la historia de Coriolano es anterior a la de Julio César; la pieza que le dedicó Shakespeare es unos nueve años posterior a la que estamos comentando) sobre un episodio anterior, digo, de la historia de Roma. Coriolano es magnánimo y capaz de las mayores proezas y de los mayores sacrificios, incluido el sacrificio de su vida, por amor a Roma, pero su rigidez y su inflexible desprecio por la chusma (su resistencia frente a la institución de los “tribunos de la plebe”, su rechazo, o su aceptación escéptica y burlona, de la costumbre de “pedir el voto al pueblo” para acceder a un lugar en el Senado), junto a su nula disposición a mantener siquiera las formas de un diálogo respetuoso con una multitud a la que repudia, lo llevan finalmente a conquistar el odio y el rechazo de su propia ciudad, con las consecuencias de su exilio primero y de su muerte después. Su amigo y protector Menenio, patricio astuto, político conciliador y razonable, dice de él que “Es demasiado noble para el mundo” (3.1.255) y que “habla con el corazón” (3.1.257), pero ocurre que se trata de un corazón lleno de orgullo y menosprecio. Es interesante el contrapunto entre estos dos personajes de esta primera (aunque, insisto, no escrita en primer lugar) pieza “romana” de Shakespeare: en Menenio se anticipa el personaje del contemporizador Antonio; en Coriolano, el del insobornable Bruto.

Al que, como a su antecesor, su rigidez lo lleva a cometer graves errores. En efecto, Bruto no solo le permite hablar al pueblo al propio Antonio, amigo de César y adversario de los conjurados, sino que lo invita a hacerlo después de él mismo (¡hay que ser bruto, Bruto!), e incluso, tan confiado está en sus palabras, en lo irrecusable de sus propios argumentos, que lo deja a Antonio solo con la multitud, retirándose él mismo de la para irse, él también solo (y enfatizando además que prefiere irse solo, y no acompañado por personas a las que manifiestamente considera inferiores a sí mismo), a su casa. La torpeza de Bruto es increíble: habla a la multitud despreciándola desde su primera frase, que es un pedido de silencio. No dialoga con ella: la informa, la insulta y se despide de ella. No baja en ningún momento de la tarima desde la que habla, y se va después solo dejándola frente al orador que sigue. Pero el orador que sigue es nada menos que Antonio, que no tiene un pelo de tonto, que acaricia a la multitud con sus palabras, la motiva, la emociona, baja del tablado para conversar con ella y la mueve eficazmente a la acción. Al final de su discurso, el pueblo de Roma, enardecido contra los asesinos de su líder, salen a quemar sus casas y a procurar justicia. Bruto y sus amigos habían querido salvar la república, pero solo habían conquistado la guerra civil que terminaría con ella.

En el libro que ya hemos mencionado un par de veces, Rosler cita un notable trabajo del filósofo francés Thierry Sol titulado ¿Había que matar a César? El libro de Sol no se ocupa del Julio César de Shakespeare, sino de la discusión sobre el tiranicidio en el debate italiano del Renacimiento, de Dante a Maquiavelo, y es una pena que Rosler no le dedique más que una referencia rápida, porque su argumento es muy interesante para nuestra discusión. La tesis de Sol, contraria a la de los autores de la escuela de Cambridge en general, y a la de John Pocock en particular, es que la novedad que introduce el Renacimiento italiano en la discusión filosófico-política es menos su opción por el republicanismo frente al monarquismo medieval que su opción por el realismo político frente a cualquier forma de moralismo: que lo propio del discurso que se abre en esos años es la pregunta por la eficacia de la acción política y por sus resultados. Como brevísima acotación, porque no es éste el tema de estas notas, observo que es perfectamente posible estar de acuerdo con Sol en que es propia del discurso del Renacimiento italiano la pregunta por la eficacia de la acción política sin tener que desaprender todo lo que hemos aprendido de la mano de Pocock, Skinner y los demás miembros de su escuela sobre la importancia de la discusión republicana en esos años. Pero eso, como decía, no importa acá. En todo caso, y en relación con la cuestión de los resultados de la acción que plantea Sol como la preocupación fundamental del pensamiento político italiano del Renacimiento, lo menos que puede decirse es que, más allá de la mayor o menor vocación republicana de Bruto y sus amigos, e incluso del tipo de republicanismo que podamos atribuirles, lo que hay en ellos es un fracaso estrepitoso: queriendo salvar la república, la perdieron. “Efectos no deseados de la acción”, decía Max Weber, y al hacerlo apuntaba a uno de los núcleos conceptuales principales de la tragedia como género literario y como tipo de pensamiento.

Weber pisaba sobre una senda que antes de él habían recorrido, cada uno a su modo, Hegel con su idea de la astucia de la razón en la historia y Marx con su imagen de la farsa como forma de repetición de las tragedias del pasado. Hegel trata el episodio sobre el que trabaja Shakespeare en sus lecciones de Filosofía de la Historia Universal, y lo que dice allí tiene la marca ostensible de su conocida convicción de que todo lo importante en la historia responde a una necesidad que trasciende las circunstancias en las que esa necesidad apenas encuentra su expresión. En la época de César, escribe Hegel, la república, destruida por las divisiones internas y la existencia de múltiples particularidades en disputa, ya era insostenible. El Estado solo podía mantenerse sobre la voluntad de un solo individuo, y en ese contexto César hizo lo que era necesario, imponiendo su particularidad a las muchas otras que se disputaban el poder y que dominaban, sobre todo, el Senado. Y su asesinato, por supuesto, no cambia nada: la centralización del Estado era necesaria dadas las circunstancias que se atravesaban, y Roma no haría más que desplazarse, por exigencia de esas mismas circunstancias,  desde el poder centralizado de César al poder centralizado de Augusto. Que eso haya ocurrido en nombre de la lucha por la república solo revela la ironía con la que la razón avanza siempre en la historia, a espaldas de lo que los sujetos piensan sobre el sentido de sus propios actos.

Desde Shakespeare hasta Marx

Pero a esa forma de funcionamiento de la astucia de la razón en la historia debemos pensarla aquí también, sugeríamos, a la luz de los modos en que hemos aprendido a pensar el problema de la repetición desde Shakespeare hasta Marx. Cuando Casio intenta convencer a Bruto, al comienzo de la obra, de la justicia de su causa contra César, le recuerda a su amigo el nombre de otro Bruto, varios siglos anterior (“existió alguna vez cierto Bruto…”, 1.2.159), que debía servirle de modelo. Se trataba de Lucio Junio Bruto, quien había expulsado de Roma a los Tarquinos a fines del siglo VI antes de Cristo y establecido con ello la República. Shakespeare se había ocupado del episodio que en su momento había pretextado esa expulsión en La Violación de Lucrecia, poema lírico de 1592. Indignado por la violación y el suicidio de la bella mujer del soldado Colatino, aquel primer Bruto había tomado las armas contra una familia de tiranos y los había derrocado.4Ahora, varios siglos después, otro joven con el mismo nombre viene a cerrar (“una vez como tragedia, la otra como farsa…”) el ciclo abierto entonces. Muerto César, había nacido el cesarismo. Puede ser que, como dice Hegel, no haya habido en ello más que el cumplimiento de una inefable necesidad de la historia. Pero no por ello deja de caer sobre los que quisieron salvar la república la irónica responsabilidad de haber generado las condiciones para el triunfo, bajo esa forma cesarista, de aquello mismo que decían combatir.

Excede los propósitos de estas notas, que ya deben terminar, realizar una evaluación de conjunto de todo esta larga época que se encierra entre la expulsión de los Tarquinos y el encumbramiento de César Augusto, pero no carecía de interés, me pareció, mostrar hasta qué punto esos siglos fundamentales para la vida y las ideas políticas posteriores de Occidente habían encontrado en Shakespeare un cronista especialmente atento y reflexivo. La violación… relee con especial sensibilidad un episodio que casi nadie antes había presentado con tanta sutileza. Coriolano narra el ciclo que se tiende entre la conquista de la gloria militar de Cayo Marcio gracias a sus hazañas bélicas y su muerte en el exilio, ciclo marcado por las reiteradas manifestaciones del profundo desdén que este valiente y odioso personaje sentía por el pueblo, con las consecuencias de su destierro y su traición a su ciudad. De Julio César nos hemos ocupado en estas páginas, que por supuesto apenas introducen un tema enorme y sobre el que hay mucho para conversar. Antonio y Cleopatra narra el triunfo de Octavio sobre Antonio (que es decir, también: de Occidente sobre el Oriente al que Antonio se había prendado) y la afirmación definitiva del Imperio. A la luz de este recorrido y del sentido que podemos desprender de esta secuencia, ¿es seguro que Casio, Bruto, Casca y toda esa maravillosa muchachada de intrépidos apuñaladores a traición merezcan los elogios de los que la tradición los ha llenado a lo largo de los siglos?

No parece probable. Si Hegel tiene razón, la acción de estos nobles jóvenes romanos no habría sido otra cosa que el modo en que se habría abierto paso en la historia de Roma y de Occidente algo que estaba ya presente ahí como necesidad inmanente, y que era la llegada final del Imperio como forma de organización política del Estado. Bruto y sus amigos habrían cumplido apenas su función en esa historia, por supuesto que no sabiendo bien qué estaban haciendo y justo por ese motivo: porque no sabían lo que hacían, igual que mucho después que ellos actuarían también, haciendo las cosas justo porque no entendían lo que hacían, los entusiastas revolucionarios ingleses del siglo XVII y franceses de fines del siguiente, como explica el muy hegeliano Marx de El dieciocho brumario. Si Hegel, en cambio, no tiene razón, y los hombres, sujetos libres de actuar o de no actuar, debemos ser juzgados por los resultados de nuestras acciones, deberíamos dejar de rendir tributo a estos muchachos por su declarada (incluso si además de declarada fuera honesta, cosa más fácil de creer en el noble Bruto que en el artero Casio) fe republicana. Aun si pusiéramos entre paréntesis cualquier juicio moral, es difícil disimular que estos muchachos, asesinando a un líder amado por su pueblo, provocaron un desorden político cuyas consecuencias se encuentran en las antípodas de lo que decían buscar. Ni en un caso ni en el otro parece haber ahí nada para celebrar.

Referencias bibliográficas

  • Gaude, Cristian Leonardo, El peronismo republicano. John William Cooke en el Parlamento Nacional, UNGS, Los Polvorines, 2015.
  • Hadfield, Andrew, Shakespeare and Republicanism, CUP, Cambridge, 2005.
  • Hegel, G. W. F., Filosofía de la historia universal, Losada, Buenos Aires, 2009.
  • Heller, Agnes, The time is out of joint. Shakespeare as philosopher of History, Rowman & Littlefield, Lanham, 2002.
  • Hobbes, Thomas, Discursos histórico-políticos, Gorla, Buenos Aires, 2006.
  • Maquiavelo, Nicolás, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Alianza, Madrid, 1987.
  • Marx, Carlos, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en Marx, C. y Engels, F., Obras Escogidas, Pogreso, Moscú, 1974, T. I.
  • Rosler, Andrés, Razones públicas. Seis conceptos sobre la república, Katz, Buenos Aires, 2016.
  • Shakespeare, William, Hamlet (ed.: Philip Edwards), CUP, Cambridge, 1985. Versión castellana: Hamlet (trad.: E. Rinesi), UNGS, Los Polvorines, 2016. La violación de Lucrecia (trad.: P. Mañé Garzón), Río Nuevo, Barcelona, 1997. Julius Caesar (ed.: M. Spevack), CUP, Cambridge, 1988. Versión castellana: Julio César (trad.: A. Rojas), Norma, Bogotá, 1999. Coriolano (trad.: R. Martínez Lafuente), RBA, Madrid, 2003.
  • Sol, Thierry, Fallait-il tuer César? L’argumentation politique de Dante à Machiavel, Dalloz, París, 2005.
  • Wills, Garry, Rome and Rhetoric. Shakespeare’s Julius Caesar, Yale University Press, New Haven, 2011.
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John William Cooke: la república popular https://constitucionypueblo.com.ar/john-william-cooke-la-republica-popular/ https://constitucionypueblo.com.ar/john-william-cooke-la-republica-popular/#respond Tue, 16 Jun 2020 18:43:05 +0000 https://constitucionypueblo.com.ar/?p=53 Perón Evita CookeLa definición ideológica del movimiento peronista, que llegó al poder en 1946, estaba vinculada con fuerza a las palabras del líder, pero la figura de Perón no bastaba para delimitar los alcances del fenómeno. Las tradiciones político-ideológicas que anidaban dentro del primer peronismo existía una vertiente republicana que puede ser asimilada a la labor parlamentaria de John William Cooke.]]> Perón Evita Cooke

“El peronismo puede ser democrático, pero nunca republicano.” Sentenciaba alguna vez cierto crítico del movimiento de masas surgido a mediados de la década del cuarenta. El problema no fue esa afirmación. El problema fue que los que nos sentimos peronistas le creímos y aceptamos su división.

Ciertamente, por razones que no podemos analizar en esté escrito por cuestiones de espacio, existe una especie de consenso tácito en admitir a la democracia como un atributo de los sectores progresistas (por llamarlos de algún modo) y al republicanismo como algo más bien propio del pensamiento conservador. En esa aceptación, y renuncia a la noción de república, hay una derrota intelectual que nos priva de una riquísima fuente de pensamiento emancipador.

Afirmo que el peronismo puede ser comprendido (entre otras cosas) como una forma de republicanismo que se expresa en su preocupación por generar instituciones públicas pensadas en un sentido liberador. El mayor exponente de este republicanismo de las pampas es sin duda el diputado John William Cooke.

Cooke ocupo una banca como diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires entre 1946 y 1952. Entre esos años expreso una serie de ideas y conceptos que (en oposición a lo que suele afirmarse sobre su pensamiento) lo acompañaran toda su vida y que permiten caracterizarlo como un pensador nacionalista, antiliberal, antiimperialista y marxista. Ese pensamiento se orientaba hacia la búsqueda de un objetivo fundamental: la liberación nacional.

¿Por qué a todos los recién enumerados carteles adjudicados al pensamiento de Cooke sumarle el de republicano? Porque tal como hemos dicho el republicanismo parece estar reservado a posiciones políticas conservadoras que lo encadenan a “cierta forma” de republicanismo, ocultando el hecho de que, en realidad, el republicanismo no es una corriente de pensamiento homogénea y fácilmente definible, sino que existen diferentes tradiciones republicanas en disputa.

Lo que sí existe, innegablemente, es una fuerte posición hegemónica de la conjunción republicanismo-liberalismo, que genera una forma republicana liberal (y como veremos en este artículo aristocrática).

El republicanismo liberal combina la preocupación republicana por la institucionalidad del poder público para resolver los asuntos de interés general con la definición negativa de la libertad propia del liberalismo.

La búsqueda de la libertad es el objetivo de toda tradición republicana, siendo central la definición que adquiere ese concepto. Para el liberalismo la libertad es un atributo individual que se afirma cuando los sujetos no encuentran trabas externas para tomar decisiones y actuar en base a ellas. Desde esta perspectiva, necesariamente, el resto de los individuos que forman parte de la sociedad son un freno a la libertad y un posible factor de conflicto.

Hobbes proponía esta misma definición de libertad, solo para decir a continuación que había que renunciar a ella pues llevaba ineludiblemente al estado de guerra. Los liberales, nacidos al calor de la batalla ideológica contra las monarquías absolutistas, abrazaban la definición de libertad que desarrollara Hobbes pero no admitían que haya que renunciar totalmente a ella para acceder a una situación jerárquicamente superior llamada seguridad.

Sin embargo, admiten que la libertad absoluta de los individuos redundaría en un clima de inestabilidad que haría difícil la vida social. Por eso admiten grados de disminución de la libertad. A esa disminución de la libertad la llaman leyes.

En efecto, para los liberales las leyes son frenos a libertad individual pues implican pautas de comportamiento no decididas individualmente (internamente) sino socialmente, es decir desde una exterioridad a la que el individuo pertenece y solo por eso es tolerable. Pero las leyes, desde esta postura, son siempre una reducción de la libertad, solo tolerable en cuanto es el “mal menor” a elegir.

El Estado, entonces, es siempre factor de dominación pues interviene en la vida de los individuos reduciendo la libertad. Por eso, el diseño institucional necesario para llevar adelante la vida gregaria, protegiendo al individuo de las presiones de la sociedad, debe partir del reconocimiento del poder público como la oposición a la libertad.

De esta forma, el Estado debe hacer todo lo posible para reprimirse a sí mismo y reducir al máx犀利士
imo su capacidad de interferencia en la vida de los individuos. Partiendo de este objetivo se arriba a una institucionalidad republicana muy particular, en donde la “cosa pública” es esencialmente dilucidar como generar instituciones que no nos dominen.

Por tal razón, cuando evocamos a la república lejos de los ámbitos especializados de investigación nos encontramos con un extendido “sentido común” que nos habla de la división de poderes, los balances y contrapesos y la despersonalización del gobierno.

Todo el aparato institucional estatal está pensado para que el Estado se reprima a sí mismo, pues es el principal factor de dominación. De esta forma se plantea una tajante división entre la denominada “sociedad civil” (reino de lo privado) y la “sociedad política” donde los individuos forman parte de un todo. En esa división, el ser parte del todo es una carga para los individuos, es el lugar de las obligaciones como ciudadano. En cambio, en la esfera de las relaciones privadas es en donde se manifiesta la libertad.

La libertad, entonces, desde una perspectiva republicana y liberal, es una situación de la que gozan los individuos cuando se ven a salvo de las interferencias del poder público sobre sus vidas. El Estado debe apenas garantizar de estabilidad mediante la protección de los derechos de TODAS las personas, sin distinciones socio-económicas, poniendo a todos los individuos en una situación de supuesta igualdad política y social.

Pero esta conjunción entre el liberalismo y el republicanismo, sin bien hegemónica desde al menos el siglo XIX, no es la única posibilidad republicana como hemos dicho. Existe otra corriente republicana, nacida de la conjunción entre el republicanismo clásico, el pensamiento renacentista y la obra (republicana) antimonárquica de los siglos XVII y XVIII.

Este republicanismo, plantea la necesidad de anteponer el interés público al privado y concibe a la libertad de manera dual: como autonomía y como no-dominación. En cuanto a la autonomía, se refiere a la capacidad de la Ciudad-Estado de ejercer su soberanía sin estar sometida a un poder externo, es decir otros Estados. En cuanto no-dominación, la libertad es pensada como la capacidad de los ciudadanos de verse a salvo de interferencias arbitrarias para la acción. Tal como la define Philip Pettit (1999) la libertad no es estar librado individualmente de cualquier interferencia externa, sino estar librado de interferencias arbitrarias, existiendo, por ende, interferencias no arbitrarias.

Este republicanismo al que denominamos popular, parte de una concepción bien diferente de la liberal acerca de lo que es ser libre. Si el liberalismo encuentra en el individuo al sujeto de la libertad, el republicanismo popular, en cambio, concibe a un sujeto de la libertad diferente: el pueblo.

Al poner el interés general por encima del interés particular de los individuos, estos quedan relegados tras la figura del ser colectivo. Pero este ser colectivo al que denominamos pueblo es, al igual que la libertad, dual. A veces refiere a la totalidad del cuerpo político y otras veces a una parte de esa totalidad.

Este republicanismo popular (vale la pena mencionar algunos nombres, tales como Cicerón, Maquiavelo, Rousseau, etc., que por cuestiones de espacio no serán analizados aquí) es fructífero para analizar al peronismo y su preocupación por generar instituciones en un sentido liberador. Y si sirve para pensar al peronismo en general es aún más propicio para acercarse al pensamiento de una de sus figuras principales: John William Cooke.

El republicanismo popular de Cooke

Cooke, cuya figura de bronce está ligada a la emergencia de la “izquierda peronista” y se lo identifica rápidamente como el primer delegado personal de Perón, empezó su carrera, como ya hemos mencionado, como Diputado Nacional. Cumpliendo ese rol intervino en los más importantes debates de su tiempo, desplegando una serie de ideas y conceptos que nunca abandonarían del todo su pensamiento (aunque la mayoría de los trabajos referidos a Cooke identifican etapas evolutivas más bien definidas en su pensamiento). Las palabras de Cooke expresan un pensamiento republicano popular y criollo (Gaude; 2015).

Cooke sostenía que la Argentina no había completado su proceso de liberación nacional, pues la libertad política que había obtenido tras las guerras de independencia, se contraponía con la dependencia económica y el sometimiento colonial que el imperialismo ejercía sobre el país.

Las causas de este sometimiento, Cooke las adjudicaba a la hegemonía del liberalismo como sentido común instalado en el territorio por una clase dirigente sin conciencia nacional, que actuaba movida por sus intereses particulares y en alianza al imperialismo británico.

A nivel económico el liberalismo y su defensa de la libertad de comercio y contratación había sido la herramienta conceptual que había utilizado el imperialismo para justificar la división internacional del trabajo. En esa división a la Argentina se le había impuesto el papel de productora de materias primas y alimento, relegando todo intento de desarrollo industrial, para acceder a esos productos mediante el comercio internacional.

Para Cooke el modelo agroexportador era perjudicial para el país, pues solo beneficiaba a unos pocos a cambio de perjudicar a la mayoría. Más aún, no solo el desequilibrio comercial que generaba el modelo era perjudicial para la nación, sino que toda la estructura económica que se había generado profundizaba la subordinación del pueblo a los poderes económicos. Ejemplo de eso, decía Cooke era la creación del Banco Central como una entidad mixta, la deuda externa tomada en favor de los acreedores, el monopolio de los medios de transporte urbanos en manos de la Corporación de Transporte de la Ciudad de Buenos Aires, en manos de capitales británicos y el papel monopólico de algunas empresas de servicios que estaban en manos privadas.

Para Cooke, entonces, la libertad política obtenida en el proceso de independencia y expresada en la Constitución Nacional de 1853 no era real pues contrastaba con la ausencia del grado necesario de libertad económica para ejercerla. Para superar esa falta de libertad económica, Cooke creía que la única solución era la planificación e intervención económica del Estado.

La intervención estatal, considerada por el liberalismo como una reducción (quizás la mayor de todas) de la libertad de los agentes económicos privados requería dictar una serie de leyes específicas que institucionalicen esa intervención. Varios proyectos de ley en ese sentido fueron presentados por Cooke en la Cámara de Diputados.

Uno de los más importantes de esos proyectos presentados por el diputado peronista fue el de represión de los actos de monopolio de 1948. Cooke sostenía allí que el monopolio no es una anomalía del desarrollo económico liberal, sino que es la consecuencia lógica de ese modelo. Los liberales sostenían que el monopolio era un hecho anómalo que impedía la competencia empresarial y que podía ser superado mediante una ocasional intervención estatal para reacomodar el mercado y luego retirarse. Para Cooke no era cierto que el monopolio sea la excepción sino que era la regla, y tampoco era cierto que el Estado intervenga “ocasionalmente” en la economía para luego abstenerse de hacerlo, sino que el monopolio era la regla en una economía liberal en donde el Estado intervenía, pero afirmando que no lo hacía.

Porque intervención estatal hay siempre solía decir Cooke, y agregaba que lo novedoso del peronismo era que esa intervención se realizaba en favor del pueblo.

En el proyecto de represión de actos de monopolio Cooke afirmaba que el monopolio no era solo un problema económico, sino que era un problema político que falseaba el sistema democrático. Al respecto decía:

“Existe también un problema que afecta ya a la soberanía del Estado, porque al lado de las autoridades constituidas de acuerdo con las cartas constitucionales se forma el gobierno de los consorcios financieros, de los hombres de la banca, del comercio y de la industria, que por medio de esta vinculación realizada a espaldas de los intereses populares, llegan incluso a posesionarse del gobierno por los resortes que ponen en juego cuando se trata de la defensa de sus intereses.” (Cooke en Duhalde, 2007: 87).

El poder económico se convertía en poder político con capacidad de disputarle al Estado su capacidad de ejercer la soberanía mediante presiones basadas en su papel de único oferente de un servicio esencial. Por eso Cooke proponía que cuando exista un servicio que por sus características propias deba tener un carácter monopólico, ese servicio debía ser brindado directamente por el Estado mediante una empresa estatal. Para cerrar su argumentación afirmaba que el Estado era el único que podía actuar movido por el interés público, mientras que cualquier empresa privada sería movida por el interés particular, con el problema de que el pueblo estaría obligado a recurrir a esa empresa, sin tener otra alternativa.

Esta lógica intervencionista era aplicada también al comercio exterior por parte del peronismo (Cooke defiende la acción del IAPI en más de una nota en la revista De Frente que dirigiera tras su mandato legislativo) y era el modo de manifestarse la libertad en sentido autónomo.

La intervención estatal en los principales resortes de la economía nacional, impulsando el desarrollo industrial para superar el papel de economía primaria impuesto al país por el imperialismo era para Cooke la forma de asegurar que las decisiones políticas de carácter público sean tomadas por el pueblo mediante las instituciones que el pueblo se da a sí mismo. Para tal fin era necesario fortalecer al Estado y dotarlo de las herramientas necesarias para enfrentar a los poderes económicos. Eso requería superar el carácter liberal de las instituciones nacionales que no eran propicias para la liberación de una nación semicolonial.

Pero la libertad no solo era concebida como un atributo nacional (y popular) que encontraba en el imperialismo y los poderes económicos a él vinculados una amenaza contra la libertad, sino que otra manera de concebir a la libertad se expresaba en las palabras de Cooke.

La oposición al imperialismo requería pensar al pueblo como totalidad enfrentada a los peligros externos a la comunidad política que se expresaban en la experiencia de sometimiento semicolonial al imperialismo. Frente a la amenaza externa Cooke presenta una unidad soberana a la que denomina pueblo donde no parece haber distinciones ni fisuras externas. El pueblo es la totalidad de los intereses nacionales enfrentados al sometimiento imperial.

Pero otra forma de concebir al pueblo se hace presente en ocasión de argumentar a favor de la reforma del artículo 15° de la Constitución Nacional.

Este artículo representaba para Cooke la expresión jurídica de la libertad y sus alcances, pues allí estaba sancionada la prohibición de toda forma de esclavitud en el país. Sin embargo, Cooke afirmaba el artículo 15° de la Constitución de 1853 había perdido la actualidad que tenía al momento de su sanción, pues no contemplaba otras formas de sometimiento de unas personas a otras.

El diputado peronista afirmaba que la esclavitud era la más alta expresión del sometimiento y la desigualdad, y que su prohibición a mediados del siglo XIX había sido un gran paso en sentido libertario, pero que la evolución del capitalismo había llevado al remplazo de la esclavitud como forma de subordinación por otras formas diferentes.

Para Cooke el artículo 15° debía reformarse para agregar a la prohibición de la esclavitud el derecho a condiciones de trabajo dignas. El razonamiento del más joven de los parlamentarios del primer peronismo era que debía actualizarse el artículo 15° para que no pierda el espíritu que había llevado a su sanción. A mediados del siglo XX quienes gozan de un menor grado de libertad son los trabajadores pues están sometidos a los patrones y tienen “miedo a vivir”.

El miedo a vivir, explicaba Cooke, consiste en el temor de los trabajadores a verse privado de su fuente de ingreso y con ello a caer en la pobreza junto con su familia. Ese “miedo a vivir” provocaba en los sectores populares poca predisposición para la libertad y el reclamo de sus derechos. Los derechos civiles sancionados constitucionalmente poco tenían de reales para los trabajadores que temían ser despedidos y preferían no quejarse frente a sus empleadores para conservar sus trabajos.

Esta situación de sometimiento de unos ciudadanos por parte de otros se explicaba por dos factores institucionales de la historia argentina hasta la emergencia del peronismo afirmaba Cooke. El primero era que, salvo contadas excepciones, hasta 1946 el poder público había adoptado la forma de Estado Gendarme. Los trabajadores solo podían ver en el Estado la expresión del dominio de la oligarquía sobre ellos, pues aquellos se habían apropiado del poder público convirtiendo en un poder privado. El segundo factor institucional del sometimiento era que las relaciones laborales eran consideradas como relaciones privadas en base a la libertad de contratación. Al igual que en muchas otras situaciones de sometimiento, las relaciones obrero-patrón era consideradas relaciones entre individuos libres e iguales.

Para Cooke, las instituciones liberales no generaban libertad (al menos para los sectores desposeídos) y mucho menos igualdad porque lo que se expresaba en el derecho se contraponía con los hechos. Los trabajadores sabían que no estaban en posición de igualdad con sus empleadores, y en base a esa conciencia actuaban para conservar sus trabajos.

La concepción de Cooke acerca de la igualdad que genera el liberalismo puede resumirse en estas palabras expresadas en el congreso en 1946:

“Ya no se puede contentar a los pueblos con declaraciones en el sentido de asegurar una igualdad política, que contrasta con la desigualdad económica y, menos aún, hacerles creer que para conservar la primera deben mantener la segunda. La famosa igualdad de oportunidades de las viejas teorías es un mito, que solo aparece en tránsito fantasmal de formulación teórica. Yo quisiera que alguien le dijese a los obreros de Tucumán, a los mensús, a las clases proletarias, que tienen igualdad de posibilidades, porque nadie les impide veranear en Mar del Plata o especular en la bolsa.” (Cooke en Duhalde, 2007: 150).

La igualdad en el capitalismo liberal es muy limitada y poco determinante en el mundo del trabajo. Para Cooke no había que partir de la igualdad formal que se expresaba en la Constitución sino que había que partir de la real desigualdad que se registraba en los hechos y aceptarla, no porque esté bien sino porque estaba mal.

La solución al problema de la desigualdad en las relaciones laborales se solucionaba superando la concepción liberal del trabajo como una relación entre dos agentes privados que se relacionan libremente, convirtiéndola en una relación mediada por la necesidad, y por ende, pública.

Para Cooke había que sancionar el derecho al trabajo, pero reconociendo en él un derecho muy especial, pues era al mismo tiempo un derecho y una necesidad. A diferencia del resto de los derechos, el trabajo era para la mayoría de los individuos una necesidad impostergable, pues era el modo de obtener los recursos para reproducir su vida física. Entonces no se era libre de elegir trabajar o no hacerlo, y en un mundo donde los medios de producción están en manos diferentes de quienes los utilizan esto significaba sometimiento a esos propietarios. Cooke cerraba la argumentación acerca de la necesidad de reformar el artículo 15° diciendo:

“Si la libertad consiste en la facultad de decidir, de elegir la propia conducta, no existe libertad para quien tiene un solo camino impuesto por la necesidad. En estas circunstancias, ese único camino debe ser reglamentado por el Estado, interesado fundamental en la salud de la raza, en el rendimiento del trabajo nacional y en el bienestar del pueblo trabajador que forma la inmensa mayoría de los habitantes de la Nación.” (Cooke en Duhalde, 2007: 321).

Es que, a diferencia del planteo liberal, para Cooke (y el republicanismo popular) no es la esfera de lo privado donde se manifiesta la libertad, sino en el ámbito de lo público.

Las relaciones privadas son potencialmente el lugar de la dominación social en base a las desigualdades económicas, pues allí hay individuos dispersos (y débiles) en lugar de la unidad denominada pueblo.

La debilidad individual se supera, para Cooke, considerando un sujeto de derecho superior: el pueblo.

Así, el Estado no es garante solo de los derechos individuales contra los que potencialmente puede atentar, sino que es la expresión del pueblo en acción. Para que el Estado pase de su rol Gendarme a su rol social es necesario que deje de ser expresión de la oligarquía y se convierta en la expresión de la totalidad del cuerpo político, actuando políticamente para igualar lo que se socioeconómicamente desigual.

Esa transformación estatal, creía Cooke solo era posible aceptando que la historia argentina debía entenderse como la lucha entre “dos argentinas posibles”: la oligárquica liberal y la popular, basada en una cultura alternativa a la impuesta por el imperialismo.

Esa lucha entre dos argentinas posibles expresaba dos posibilidades diferentes de institucionalidad. La que se había impuesto desde la batalla de Caseros era la Argentina oligárquica, dirigida por una clase dirigente vinculada comercialmente con el imperialismo británico. Un Estado dirigido por la oligarquía necesariamente, afirmaba Cooke, construiría un aparato jurídico para la dominación pues requería someter al pueblo al dominio social y mantener el papel de economía primaria de la nación.

La otra posible Argentina era la que Cooke veía resurgir con el peronismo (resurgir porque veía en él la continuidad de un proceso iniciado en 1810 y cuyos hitos principales habían sido el rosismo y el yrigoyenismo). Una Argentina donde el pueblo ejerciera el papel soberano que tenía asignado, convirtiendo al Estado en expresión de su voluntad política. Esa voluntad, a diferencia de la voluntad oligárquica, era liberadora, pues el pueblo no tenía intereses particulares contrarios a los de la nación, sino que liberación social y liberación nacional eran una misma cosa.

Así, para garantizar que la intervención estatal en las relaciones (económico-social) que el imperialismo consideraba privadas, sea en un sentido liberador era preciso remplazar a la oligarquía por el pueblo en el manejo de la cosa pública. Era necesario fundar una república popular.

Bibliografía

  • Cooke, John William (2007) “Obras Completas (ed.: Eduardo L. Duhalde), Tomo I”, Colihue, Buenos Aires.
  • Hobbes, Thomas (2004) “Leviatán”. Ediciones Libertador, Buenos Aíres.
  • Gaude, Cristian (2015) “El peronismo republicano. John William Cooke en el Parlamento Nacional.”, Ediciones UNGS.
  • Maquiavelo, Nicolás (2003), “Discursos sobre la primera década de Tito Livio.”, Alianza Editorial, Madrid.
  • Pettit, Philip (1999), “Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno”, Paidós Ibérica, Barcelona.
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