Populismo y derechos

Publicado en: J. L. Villacañas Berlanga, C. Ruiz Sanjuan (eds.), Populismo versus republicanismo. Genealogía, historia, crítica, Madrid, Biblioteca Nueva, 2018, p. 295-311.

Cuando en 1977 aparecía su primer ensayo sobre el populismo, Ernesto Laclau advertía que su empresa era de carácter “esencialmente teórico”, y que las referencias a las formas históricas de los movimientos populistas, sobre todo en el área latinoamericana desde la que partía su análisis, cumplían únicamente el papel de ilustraciones y ejemplos. Una de las críticas más agudas de esta versión inicial de su concepción vendrá de dos teóricos (sociólogos) políticos argentinos, por entonces exilados en México, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, tras la traducción al español de la obra (1981: 11-14)1. Los autores, que se ubicaban en el mismo territorio gramsciano donde se enraizaba la reflexión de Laclau, sobre-determinada sin duda por el concepto de hegemonía2 , apuntaban a dos aspectos descuidados por el libro. El primero, que me sigue pareciendo determinante, era olvidar la dimensión “nacional-estatal”, “desde arriba”, de las construcciones populistas más importantes, en particular el peronismo, ya que “ningún populismo real ha sido ideológica y políticamente anti-estatal”3 . Ligado a dicha crítica, aparecía un segundo reproche: haber descuidado lo que de Ipola y Portantiero llamaban las “manifestaciones históricas” del populismo, denunciando así la historicidad débil de la reconstrucción. En efecto, en su primera elaboración, Laclau apenas aludía al florecimiento de movimientos populistas en un período de la historia latinoamericana que ubicaba entre 1930 y 1960 (1977: 207), para luego dedicar un apartado al análisis del peronismo, pero reduciendo el problema a las condiciones de emergencia de dichos fenómenos.

犀利士
ernesto-laclau.jpg» alt=»» width=»720″ height=»480″ /> Ernesto Laclau. Foto: Xavier Granja.

Los posteriores trabajos de Laclau sobre el populismo, y sobre todo su libro definitivo sobre La razón populista, donde asistimos a una reelaboración y ampliación de sus tesis, ahora más abiertamente en clave de filosofía política (el populismo como categoría ontológica), no parecieron modificar la perspectiva4. Incluso, se podría llegar a pensar que el registro de historicidad es todavía más indirecto y general en esta última elaboración del concepto, al teorizar más abiertamente al populismo como una “lógica política” (Laclau 2005a: 150). En todo caso, si, como lo afirmara Laclau –a mi juicio con razón–, el populismo es “un modo de construir lo político”, resultaría problemático ignorar el componente específicamente estatal de dicha construcción, y que, a nuestro entender, tiene que ver con el tipo de articulación y no con una experiencia puntual5. Para decirlo con la metáfora espacial que gustaba emplear Laclau: la exterioridad, el “afuera”, no es incompatible con un “desde arriba”, aunque contenga siempre un llamado “a los de abajo”.

Sin embargo, al final de su libro de 2005, justamente cuando introduce un análisis de “la saga del populismo”, Laclau establece, aunque sin desarrollarla realmente, una tipología de populismos, donde encontramos un populismo de Estado, un populismo regional, un populismo étnico. Si la lógica equivalencial opera del mismo modo, “los significantes centrales que unifican la cadena”, dice “van a ser fundamentalmente diferentes” (2005: 238). Y en ese sentido, apunta que “en los populismos latinoamericanos predomina un discurso estatista de los derechos ciudadanos” (2005a: 240). ¿Qué puede significar esta proposición, algo aislada en la argumentación general? ¿Es posible hacerla remontar, una vez determinados sus posibles sentidos, al núcleo conceptual de la teoría? Quizás haya que ponerla en relación con otra idea que defendiera en un texto contemporáneo a La razón populista, la de un conjunto de características propias a la institucionalización de un régimen “resultante de la ruptura populista” (2005b: 161).

Por lo pronto, dicho enunciado nos autoriza a detenernos nuevamente en la práctica real del populismo al menos en América latina del siglo XX, reintroduciendo ese rasgo histórico característico que es su elemento estatal. Más aún, nos permitiría entrar en una dimensión presentada a menudo como antinómica al modelo populista, la cuestión de los derechos –el propio Laclau hablará la “dimensión anti-institucional del populismo” (2005a: 156)–. Las instituciones debilitan la estrategia populista, al promover la satisfacción concreta, diferenciada de las demandas, reduciendo el antagonismo, y la unidad que construye el populismo. En otras palabras, se podrá determinar que la relación existente entre populismo y reconocimiento institucional de derechos es menos unívoca de lo que se piensa habitualmente, salvo, una vez más, a negar la cercanía con el Estado de las lógicas populistas realmente existentes. Cabría tal vez subrayar de antemano que esto no invalida la pertinencia empírica del concepto de populismo en Laclau, aunque termine a la postre mostrando algunos límites de su pretensión más general de definir lo político. En efecto, entre sus numerosos méritos, la obra del intelectual argentino habilitó a abandonar un camino que había seguido cierta teoría (en verdad: sociología) política con respecto al concepto, que lo ubicaba muy cerca de otros términos, siempre peyorativos (caudillismo, demagogia, etc.), del análisis político.

En todo caso, si la relativización de la dimensión estatal del populismo pudo aparecer para sus críticos como un límite en la concepción de Laclau, su reintroducción nos revela una dimensión institucional del populismo aprehendido en clave histórica6.

Ya el texto de 1977, Laclau hará una referencia, general al populismo como momento específico de la política latinoamericana7. Lo fincaba sobre todo dos experiencias: la de Getulio Vargas, en Brasil (sobre todo, decía, la del Estado Novo) y la que sin duda conocía y trataba más de cerca, la del peronismo. Quisiera partir de esas dos experiencias, desarrolladas en el transcurso de las décadas que van de 1930 a 1950, en lo que más las aproxima a una práctica político-institucional de reconocimiento de derechos, la experiencia constitucional, para explorar con mayor precisión el cómo de la institucionalización populista.

I

La obra constitucional de los gobiernos populistas en Brasil y Argentina presenta rasgos comunes, aunque el proceso se muestra más complejo en Brasil, porque cuenta al menos con dos momentos, la Constitución de 1934 y la posterior de 1937, e incluso un tercer texto, ya en la década de 1940, que enmarcará el regreso al poder de Getúlio Vargas en 1951. A su vez alcanza ribetes más específicos con la Constitución “peronista” de 1949 en Argentina, en un contexto que ya había variado con respecto al momento originario.

Getulio Vargas y otros líderes de la revolución de 1930.

La coherencia ideológica del diseño constitucional de G. Vargas despuntaba ya en el discurso de apertura de las sesiones constituyentes de 1933, cuando enmarcaba su programa en lo que llamaba “la fase constructora del movimiento sindicalista”. La solidaridad aparecía allí como el “fundamento sociológico de la vida económica”. Esta se caracterizaba por “las tendencias solidarias”, que propiciaban “la formación de los agrupamientos colectivos, cada vez más fortalecidos para la defensa de los intereses de grupo” (Vargas 1933: 568). Aunque, como hemos escrito en otro lugar (Herrera 2012), el texto constitucional de 1934 constituye un campo de tensiones, la nueva modalidad populista asomaba ya perceptiblemente. Uno de los principales ideólogos de ese nuevo movimiento, Francisco José de Oliveira Vianna, expresaba bien esa nueva constelación, cuando afirmaba que el proceso de la revolución de 1930 tuvo “el mérito insigne de elevar la cuestión social” a la dignidad de un “problema fundamental de Estado”, dándole como solución “un conjunto de leyes, en cuyos preceptos domina, un profundo sentido de justicia social, un alto espíritu de armonía y colaboración” (1951: 11)8.

En un mundo diferente, el general Perón fundaba más sobriamente el anhelo reformista de su gobierno en la necesidad de que la Constitución garantizara la existencia perdurable de “una democracia verdadera y real”, o lo que llamaba el pasaje de la “democracia liberal” a la “democracia social”. No se consideraba menos, empero, el iniciador de una era de redención, fundada en la colaboración social, que haría posible “robustecer los vínculos de solidaridad humana, incrementar el progreso de la economía nacional, fomentar el acceso a la propiedad privada, acrecer la producción en todas sus manifestaciones y defender al trabajador mejorando sus condiciones de trabajo y de vida” (Perón 1949). El peronismo, por la voz de Arturo Enrique Sampay, el jurista que había redactado los principales preceptos de la nueva constitución, lograba incluso conectar directamente el reconocimiento de derechos sociales con la organización capitalista y sus evoluciones. Ya en la presentación del proyecto, el constitucionalista peronista subrayando la importancia de “la garantía de una efectiva vigencia de los derechos sociales del hombre”, afirmaba que “toda la legislación intervencionista que la reforma autoriza tiende a compensar la inferioridad contractual, la situación de sometimiento en que se halla el sector de los pobres dentro del sistema del capitalismo moderno”. Elemento importante: Sampay resaltaba el valor de recoger esos nuevos derechos en la constitución, contrastándolo con la experiencia trunca del New Deal de Roosevelt (Herrera 2014a).

«Forjador de la Nueva Argentina (1948)», Juan Domingo Perón pintado por Raúl Manteola, expuesto en el Museo del Bicentenario.

Estos dos procesos populistas se caracterizan pues por sancionar por primera vez, en los respectivos países, un conjunto de normas que rompían con el constitucionalismo liberal. Se trataba, de manera general, de darle rango constitucional a la intervención del Estado en la economía y en la cuestión social. Ambas cuestiones se traducían luego en otros dos conjuntos normativos que renovaban el discurso de los derechos: la limitación de la propiedad privada en lo que hace al primer aspecto, y el reconocimiento de derechos sociales en lo que hace al segundo.

En el Brasil, la Constitución que formalizaba el cierre definitivo de la Republica Velha consagraba un capítulo al orden económico y social, que se abría con un artículo que, inspirándose en la Constitución de Weimar, establecía que aquel “debe ser organizado de conformidad con los principios de justicia y las necesidades de la vida nacional, haciendo posible una existencia digna para todos” (art. 115). La libertad económica sólo quedaba garantizada dentro de esos límites. La Constitución de 1937, desplazará el ángulo de la intervención, dando a las corporaciones, vistas como entidades representativas de la fuerza de la producción, el lugar medular en la organización de la economía (art. 140), ejerciendo funciones delegadas de poder público, como en la tradición corporativa europea. El Consejo de la Economía Nacional, formado con igual representación de empleadores y empleados de las diferentes ramas de la producción, destacaba como el actor central de la política social y económica de este modelo constitucional económico.

Por su parte, y tras proclamar, en su nuevo “Preámbulo”, como uno de sus fines el de constituir una Nación “socialmente justa”, la Constitución argentina de 1949 establecía en su art. 40 que “la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social”. En efecto, dicho enunciado preveía la intervención del Estado en la economía (vía la expropiación o la monopolización), encuadraba la iniciativa privada, declaraba la propiedad nacional de las fuentes naturales de energía (agua, gas, minerales, carbón, petróleo) con carácter imprescriptible e inalienable, y el carácter no menos inajenable de los servicios públicos.

Contrariamente a otros textos constitucionales, tanto europeos como latinoamericanos, en vigor, la Constitución brasileña de 1934 no apoyaba la limitación de la propiedad privada en su función social, pero dicho derecho no podía ser ejercido “contra el interés social o colectivo”, como rezaba el art. 113, inc. 17, amén de prever la expropiación, y sobre todo la monopolización estatal de las industrias o actividades económicas (art. 116), y la nacionalización progresiva de los bancos de depósitos (art. 117), minas, fuentes minerales, caídas de agua, etc. El segundo texto constitucional, adoptado por un varguismo ya liberado de sus primeras alianzas, colocaba incluso la iniciativa individual en el lugar central de la producción de riqueza, dando a la intervención del Estado carácter subsidiario, cuyos fines eran la resolución de conflictos o la introducción de los intereses de la Nación. Pero al mismo tiempo, este no se limitaba al estímulo o al control y podía llegar hasta la gestión directa (art. 135).

La Constitución argentina de 1949 dedicaba el cap. IV a “la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica”, muy cuidado formalmente, estructurándose en tres artículos sucesivos. El art. 38, que abría la sección, proclamaba la “función social de la propiedad”, que, “en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establece la ley con fines de bien común”. Explicitaba, además, las formas de intervención en el campo. En cambio, el carácter social que se le daba al capital en el art. 39 parecía jurídicamente más inocuo. El art. 40, al que ya nos hemos referido más arriba, ordenaba el conjunto de dichas normas en un objetivo de justicia social.

Con respecto a los nuevos derechos, el texto brasileño de 1934 integraba buena parte de la legislación laboral desarrollada el presidente Vargas desde su llegada al Palacio de Catête en noviembre de 1930, enunciando la subsistencia entre los derechos inviolables9. Sobre todo, los derechos de los trabajadores eran ampliamente reconocidos, en la espera de un posterior desarrollo legislativo, en el art. 121: prohibición de discriminación salarial, salario mínimo, jornada legal de trabajo, reposo semanal, vacaciones pagas, indemnización por despidos, asistencia médica y sanitaria (en particular a la madre), reconocimiento de las convenciones colectivas, aparte de la libertad sindical prevista en el art. previo. Por cierto, el reconocimiento de derechos del trabajo se hacía en el marco del “amparo a la producción” y, de hecho, el art. 121 equiparaba la “protección social de los trabajadores” con el interés económico del país, y no se daba estatuto constitucional a la huelga (como ocurrirá más tarde en la Constitución argentina). El texto de 1937 conservará en su art. 137 buena parte de las disposiciones sociales de su antecesora en materia de protección al trabajo o a la salud–reconociendo la convención colectiva, las vacaciones pagas, el reposo semanal, la indemnización por despido, la limitación de la jornada laboral, la regulación de trabajo nocturno y de menores, el seguro de vejez e invalidez, y los accidentes de trabajo, etc.–, aunque disminuyendo sus alcances (por ejemplo en materia de salario), como ya lo hemos visto con respecto a la intervención estatal. El trabajo aparecía como deber social, que tenía derecho a la protección y a la atención especial del Estado, garantizándose asimismo el derecho de subsistencia. La Constitución establecía que los sindicatos sólo representaban a los obreros en tanto hubiesen sido reconocidos por el Estado (art. 138). En esa lógica, la huelga era declarada antisocial e incompatible con los intereses superiores de la producción nacional (art. 139).

Un nuevo capítulo, el III, era consagrado a lo que la Constitución argentina de 1949 llamaba “derechos especiales” (art. 37), que se organizaban en cuatro grandes secciones: derechos de los trabajadores, derechos de la familia, derechos de la ancianidad y derechos de la educación y la cultura. Desde un punto de vista técnico, estos derechos se encontraban separados de los llamados “derechos, deberes y garantías de la libertad personal”, y, en lo esencial, no habían sido elaborados en la Asamblea constituyente, sino “proclamados” por el general Perón dos años antes –en lo que hace a los derechos de los trabajadores– o por su esposa Eva Duarte, –por lo que atañe a los derechos de la ancianidad–, en 1948, y luego incorporados al ordenamiento jurídico por sendos decretos. Se constitucionalizaban así, entre los derechos de los trabajadores, un inocuo “derecho de trabajar”, pero también el derecho a una retribución justa, el derecho a la capacitación, el derecho a condiciones dignas de trabajo, el derecho a la preservación de la salud, el derecho al bienestar, el derecho a la seguridad social, el derecho a la protección de la familia del trabajador, el derecho al mejoramiento económico, y el derecho a la defensa de los intereses profesionales. Si, desde un punto de vista comparado, los enunciados en materia de derechos sociales eran demasiado generales, y estaban por debajo de lo que establecían otras constituciones de posguerra, incluso latinoamericanas –no sólo sus algo lejanas predecesoras, sino también sus contemporáneas, como la nueva Constitución brasileña de 1946–, tanto en lo que hace a su precisión normativa como  a su alcance, no implicaban menos una ruptura importante en la cultura constitucional argentina, encerrada en un rígido molde liberal decimonónico.

Estas experiencias que acabamos de resumir pueden ser distinguidas, como lo hemos hecho en otros trabajos (Herrera 2012), de los proyectos de modernización social e institucional motorizados por los sectores avanzados de las élites burguesas otros Estados latinoamericanos, que impulsaron también a partir de los años treinta, en países como Uruguay y Colombia, la incorporación de cláusulas sociales en sus constituciones, de la modalidad propiamente dicha del populismo constitucional, aunque más no sea porque, como lo señalaba Laclau, aquellos no se articulaban como totalidad opuesta al liberalismo (1977: 214). Ambos procesos, por cierto, están estrechamente ligados, ya que el primero, o más exactamente, su fracaso, anuncian ya el surgimiento del populismo. En efecto, dichos diseños de modernización implicaban importantes transformaciones en términos de renovación de personal político, ascenso de clases medias, etc. De la radicalización de estos movimientos, sobre todo por el ascenso de los sectores obreros –contexto donde se produce asimismo el encuentro con el corporatismo– surgirá el populismo constitucional. Pero la movilización social no era el único elemento importante: los procesos se daban también en un marco de crisis de las instituciones republicanas, lo que permitirá entender mejor el carácter populista de los gobiernos que impulsan las reformas constitucionales aludidas, e incluso sus vías de llegada al poder en buena parte de los casos (golpes de estado, autogolpes, levantamientos y revueltas). Este conjunto de características converge en el papel central que entra a jugar el actor estatal en la vida económica y la organización social.

Con lo dicho hasta aquí, pareciera posible identificar con sus características propias una vía populista de constitucionalización del intervencionismo estatal y de reconocimiento de derechos. En todo caso, este corto pasaje por la experiencia constitucional populista nos deja entrever una preocupación institucional clara, que puede generarnos nuevas preguntas sobre su concepto.

II

En verdad, el populismo constitucional manifiesta la especificidad de otra vía de reconocimiento de derechos e institucionalización de políticas sociales, cuya articulación de componentes resulta novedosa, al menos al interior de la vieja tradición integrativa del Estado social10. Por lo pronto, su modalidad no pasa tanto por la construcción de un sistema estatal centralizado (ni siquiera de Seguridad social como estaba aconteciendo en la Europa de posguerra) como por habilitar fuertemente la intervención económica del Estado, con una presencia no menos vigorosa en su discurso de la dimensión nacionalista. La constitucionalización de derechos sociales que la acompaña adolece, en cambio, de cierta precisión técnica que sus detractores no dejarán de subrayar, pero que tiene que ver más con la manera de operar performativamente en una realidad cambiante que tiene el populismo (Laclau 2005a: 151).

Y es bien el populismo, en sentido propio, quien termina siendo la clave del proceso constitucional, sin confundirse con las experiencias corporatistas europeas de los años treinta. Ciertamente, el corporatismo fascista podía estar presente en ciertas elaboraciones político-intelectuales del programa, máxime que el populismo inscribe su intervencionismo estatal en una lógica de integración social. Claramente, una mayor cercanía con el fascismo europeo aparece en la Constitución brasileña de 1937 que fundaba el Estado Novo, donde el componente corporatista se hallaba claramente desarrollado, en parte bajo el influjo de las Constitución portuguesa de 1933 y la Constitución polaca de 1935. Ahora bien, contrariamente al corporatismo europeo, este proceso no se llevaba a cabo en oposición a un Estado social ya emplazado; antes bien, es el populismo constitucional, por lo esencial, el generador del dispositivo institucional, ofreciendo así perspectivas de cambio social que no existían en el integracionismo europeo de tipo corporatista.

El fin de la Segunda Guerra Mundial, y el fracaso del fascismo europeo acentuaran este distanciamiento en la evolución constitucional latinoamericana posterior, tal como aparece muy claramente en la experiencia argentina, donde el programa populista se despliega en un contexto de integración social fundado ahora sobre una base universalista de la necesidad social propio de los procesos de la posguerra en el viejo continente, tras la experiencia norteamericana del New Deal. De hecho, en razón de su carácter tardío con respecto a la reactivación del constitucionalismo social europeo post 1945, la especificidad de la modalidad populista aparece aún más marcada en el constitucionalismo peronista, muy alejada del proyecto corporatista propiamente dicho, sin contar el hecho de que se trata la primera expresión del constitucionalismo social en el país. En definitiva, la recepción de elementos corporatistas no ocupa el mismo lugar en el dispositivo constitucional11.

Aun tratándose de un movimiento impulsado desde arriba, incluso a través de los aparatos represivos del Estado (como un sector importante de las fuerzas armadas), aliados con sectores “industrialistas” de las élites económicas, la interpelación populista adquiere aquí un lugar central, estableciendo un puente específico entre el programa de integración social y el dispositivo transformador que había buscado encarnar el intervencionismo estatal de entreguerras. En efecto, la afirmación –aunque más no fuera como momento negativo– de una oposición de clases, la idea de evolución social y de transformación económica a través del accionar estatal se hallan también en el discurso constitucional de tipo populista. Y al erigir un Estado social, otrora inexistente, produce nuevos equilibrios sociales. Aun cuando existía, como en el caso argentino, una importante legislación social previa, construida en otra lógica política que la del populismo, se insistía en la novedad jurídica que el nuevo orden establecía. Así, en el mensaje de apertura de las sesiones legislativas ordinarias de 1948, el presidente Perón afirmaba el “valor positivo, que no es meramente retórico”, de los nuevos derechos proclamados por su Gobierno, aunque pedía incluirlos en el texto constitucional, lo que terminaría por acaecer unos meses después. Y si acaso puede considerarse que la institucionalización de derechos en clave populista no se concibe sin un fin instrumental, en un contexto de alta movilización obrera o social, el proceso de constitucionalización que el populismo promueve no lo anula, e incluso lo potencia al darle cierta legitimación jurídica12.

Sobre todo, lo que nos interesa subrayar aquí es la importancia de la interpelación en términos de derechos producida por el populismo. Como lo señalara, analizando al peronismo, uno de los principales blancos de la crítica de Laclau, el sociólogo ítalo-argentino Gino Germani:

Los logros efectivos de los trabajadores en el decenio transcurrido […] no debemos buscarlos en el orden de las ventajas materiales –en gran parte anuladas por el proceso inflacionario– sino en este reconocimiento de derechos, en la circunstancia capital de que ahora la masa popular debe ser tenida en cuenta, y se impone a la consideración incluso de la llamada “gente de orden”, aquella misma que otrora consideraba ‘agitadores profesionales’ a los dirigentes sindicales (1956: 334).

El peso simbólico que significaba instituir nuevos derechos en un texto constitucional les otorgaba una eficacia específica, más aún si se piensa que este reconocimiento era paralelo a la movilización de los trabajadores en la sociedad –y no sólo sobre bases estatales, por cierto–. No es casual que en los últimos lustros se haya usado la vieja categoría de “ciudadanía social”, elaborada no sólo en otro contexto sino para describir otro tipo de proceso, para dar cuenta de las experiencias del primer peronismo13. No cabe duda que el populismo histórico condujo, en ciertos países de América Latina, a una ampliación de la ciudadanía. Incluso la tesis, avanzada a veces, que el populismo deja a la ciudadanía o a los derechos sin normatividad parece suponer una visión demasiado estrecha, y al mismo tiempo, demasiado abstracta, de “normatividad”. Todo pasa por determinar de qué tipo de normatividad hablamos. La normatividad que instaura el populismo se emparenta con lo que se ha llamado en otra tradición teórica los “derechos parajurídicos”. Estos derechos tienen no sólo una existencia formal sino también efectos reales, incluso en un plano legal, pero su eficacia debe buscarse a veces por fuera del sistema de garantías constitucionales tal como lo entendemos hoy día, donde parecían contar ante todo con un valor que los juristas liberales llamaban con cierto desprecio “declarativo”.

Pero volvamos sobre la teoría de Laclau y la oposición que él mismo presentaba entre populismo e institucionalismo. Son conocidos los términos que separan para él la totalización populista de la totalización institucionalista. Esta última “intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad”, siendo la “diferencialidad” la equivalencia dominante dentro de un espacio comunitario homogéneo. El populismo sería lo opuesto, porque la frontera de exclusión divide la sociedad en dos campos (2005a: 107).

Constitución 1949

Pareciera, sin embargo, que el discurso constitucional, por su propia lógica, debilita per se esta exclusión, aún en el populismo. Esto no parece un elemento que pueda ser descartado, porque el discurso populista, al menos en los procesos latinoamericanos, de Vargas a Chávez, ha buscado su constitucionalización, una aspiración que tiene que ver no sólo con lo político, sino con la ocupación del espacio estatal, en un combate por la legitimidad. De hecho, Laclau era consciente de esa experiencia, al menos en el caso del peronismo, pero la veía “progresivamente”, apuntando que le hacía perder el carácter populista al discurso (2005b: 162), aunque luego modere este juicio en ciertas intervenciones posteriores. El “pueblo” aparece, tendencialmente, como la totalidad de los miembros de la comunidad (la nación, o aquella “comunidad organizada” de la que hablaba el peronismo). En todo caso, una nueva totalidad legítima. No es casual que la Constitución peronista multiplique los enunciados a una Nación que se ha transformado en socialmente justa, políticamente libre y económicamente soberana. Sin que se cierre el antagonismo: el general Perón afirmaba, en el momento en que celebra la permanencia del apoyo de las masas que habilitaba el cambio constitucional que “sólo los retrógrados y malvados se oponen al bienestar de quienes antes tenían todas las obligaciones y se les negaban todos los derechos” (Perón 1949).

Probablemente haya menos incompatibilidad entre populismo e institucionalización de derechos por vía constitucional que lo que el propio Laclau imaginaba. Y posiblemente también no se trate sólo de un momento histórico, o de las modalidades del fenómeno en un área geográfica particular, para formar más bien una característica del tipo de articulación que presupone el discurso populista. Como se sabe, Laclau ve en el paso de la petición al reclamo uno de los primeros rasgos del populismo (2005a: 98sqq). Las demandas democráticas son aquellas que permanecen aisladas, mientras que las demandas populares son aquellas que, a través de una articulación equivalencial comienzan a constituir al sujeto popular como actor histórico, trazando una frontera en la sociedad en dos campos14.

A este respecto, se ha observado recientemente que el populismo en la visión de Laclau “acepta una teoría social liberal. La manera en que la sociedad expresa su producción de diferencias es mediante la irrupción de demandas” (Villacañas 2015: 49). Más que la adscripción a un universo político preciso, el liberal, creo que esto tiene que ver con el tipo de vínculo que se produce entre lo que Laclau llama una “gramática equivalencial” y lo que podemos designar como la gramática de los derechos –entendida como la estructura lingüística de las reivindicaciones políticas de los individuos iguales15–. Si cabe distinguir en si ambas nociones, no creo que puedan oponerse, en parte porque se despliegan en niveles diferentes, y corresponden a dos momentos distintos de la lógica de articulación populista.

En realidad, la gramática de los derechos facilita la representación equivalencial de las demandas (reivindicaciones), sin caer en una lógica de la diferencia. Más aún, se puede pensar, al menos en el momento constitucional-estatal del populismo, que los derechos (sociales) permiten el despliegue y la permanencia de la lógica de la equivalencia. Los derechos son ciertamente lo que las partes tienen en común, pero contrariamente a lo que una lectura kantiana podría dar a pensar, no evitan las fronteras antagónicas internas, y siguen marcando una brecha dentro de sociedad. En otras palabras, no otorgan una “legitimidad universal” a los reclamos que es propia del institucionalismo.

Y esto es, justamente, porque el populismo constitucional moviliza otros derechos, antagónicos con los derechos del hombre individuales, empezando por el derecho a la propiedad como hemos visto más arriba. En ese sentido el discurso populista presenta sus derechos como derechos sociales, de otra naturaleza, pues, que los derechos individuales, ya que suponen la intervención estatal, única posibilidad de evitar la ruptura de la igualdad en la realidad. Lo social, aquí, opera tanto como elemento de distinción, de particularidad –los derechos sociales son los derechos del pueblo, de los trabajadores, etc.– como forjador de una nueva identidad (no la nación sino una Nueva nación), como articulador de la comunidad, facilitando que una parte se identifique con el todo. El “contenido” de esos derechos sociales asume la vaguedad que les permite operar como significantes vacíos del discurso populista, dándole coherencia a la cadena para significarla como totalidad, pero adquieren un carácter flotante una vez constitucionalizados, permitiendo el desplazamiento de las fronteras internas de la identidad “peronista”16. Para servirnos una vez más del lenguaje de Laclau, los derechos sociales no representan un contenido óntico sino una forma lógica. De manera general, los derechos sociales han expresado lo que podríamos llamar el reverso del derecho positivo porque contienen la promesa (en el sentido de la posibilidad) de un cambio social dentro de la lógica legal (lo que lo distingue, dicho sea de paso, de los derechos naturales). Los derechos sociales moldean el discurso constitucional populista, incluso manera más general –el discurso peronista estaba saturado de referencia a los derechos, como la célebre admonición de Eva Perón “donde existe una necesidad nace un derecho”, e incluso la marcha peronista hablaba de aquellos “principios sociales que Perón ha establecido”–.

En verdad, el sistema “populista” asume, en otro plano, una modalidad específica de realización de esos derechos, a través de aquellos derechos parajurídicos, diferenciándolo de un sistema institucional exitoso. Esto supone, lo que marca quizás también algunos de los límites de la categoría de populismo para pensar lo político en general, un tipo de entramado particular que se crea entre las demandas sociales y el Estado, y que en la teoría postcolonial ha denominado, siempre con la común raigambre gramsciana del postmarxismo, “sociedad política”.

En la medida que enlaza mejor lo que tiene de interrelación entre el Estado populista y los grupos desfavorecidos, sin reducirlas a lógicas de la diferencia, me parece que el concepto de “sociedad política” presenta una mejor eficacia descriptiva que el de populismo, que parece prestarse más a las derivas normativas a las que ya hemos aludido. En parte porque pone al Estado en un lugar central en la relación con las demandas sociales, que no sólo se dirigen a él sino que son atendidas por él de manera específica. Los miembros de la sociedad política –que en la concepción de autores como P. Chatterjee (2004: 57) aparece en los hechos como grupos organizados de la población a los que se le da los atributos morales de la comunidad–, aunque actúen a veces en la ilegalidad, conciben sus demandas y reivindicaciones, en términos de derechos, o al menos conjugan esos “derechos parajurídicos” dentro de su gramática. Por su parte, el Estado no puede tratar esas reivindicaciones como derechos sin llevar muchas veces a una violación del derecho “legal”, empezando por el de propiedad. Es por ello que las relaciones propias de la sociedad política se ubican en un terreno particular de negociaciones, pero también conllevan una extensión o una desnaturalización de las reglas jurídicas existentes, lo que impide tratarlas dentro del procedimiento administrativo corriente, aun cuando las reivindicaciones se hagan en nombre de un derecho. A su vez, la sociedad política, como su nombre lo indica, no es una esfera despolitizada; más aún, para los dominados, esta adquiere el estatuto de una práctica de la democracia (Chatterjee 2004: 69).

El discurso populista opera en una sociedad donde ya se encuentra activada la gramática de los derechos, que es consustancial con la política moderna, la política de la igualdad17, aunque el sentido dado a esos derechos sociales sea específico, en buena medida por el papel que juega el Estado en el momento de su institucionalización. La aristocracia francesa aun durante buena parte del siglo XIX o los “gorilas” argentinos tras el derrocamiento del peronismo en 1955, tardaron mucho en comprender los efectos performativos que genera esta gramática y que hace que no haya vuelta atrás cuando se ha reconocido una identidad en términos de derechos.

No es casual que un sector importante de la izquierda latinoamericana se haya apropiado en este amanecer del siglo XXI de la categoría de “populismo”, en una perspectiva normativa que se encontraba habilitada por Laclau, para subrayar ciertos procesos de ampliación de ciudadanía –ya no sólo “social”, como en el populismo histórico, sino en favor, por ejemplo, del matrimonio igualitario–. Todavía lo es menos que se hayan propuesto las categorías laclausianas para analizar una de las traducciones que tuviera el movimiento de indignados en la organización de una fuerza política española. Pero me parece que si esto es plausible, tiene que ver con el uso que se hiciera de la gramática de los derechos dentro de las grandes movilizaciones sociales de mayo de 201118. Lo que nos muestra a las claras que la oposición entre populismo y republicanismo puede mostrarse demasiado estrecha para captar las transformaciones del discurso político. Quizás también porque ninguna dicotomía política que no contenga como uno de sus polos irreductibles al socialismo no deja de ser nunca parcial en el mundo que siguió a 1789.

Bibliografía

CHATTERJEE, Partha (2004): The Politics of the Governed. Reflections on Popular Politics in Most of the World, New York, Columbia University Press.

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Notas al pie

  1. La tesis del artículo era que había una ruptura ideológica y política entre socialismo y populismo, y este último no era, en el mejor de los casos, más que una variante del “transformismo” teorizado por A. Gramsci.
  2. Al punto que el populismo aparecía finalmente como la forma específica de articulación del necesario concepto de “pueblo” en el discurso de una clase que debe afirmar su hegemonía en oposición al bloque de poder en su conjunto (Laclau 1977: 230).
  3. De Ípola-Portantiero 1981: 13. Por cierto, esta dimensión estatal presentaba un sesgo negativo para De Ipola y Portantiero, que sostenían que “el populismo constituye al pueblo como sujeto sobre la base de premisas organicistas que lo reífican desde el Estado” Refiriéndose más concretamente al peronismo, sostenían que “las modalidades bajo las cuales el peronismo constituyó al sujeto político “pueblo” fueron tales que conllevaron necesariamente la subordinación/sometimiento de ese sujeto al sistema político instituido […], encarnado para el caso en la figura que se erigía como su máxima autoridad: el líder” ((1981: 11-12).
  4. Uno de los dos autores, E. De Ípola, renovó misma empresa, actualizando la crítica, tras actar el abandono por su parte del concepto de hegemonía (De Ípola 2009: 215-220), pero ratificando, ahora por razones liberal-democráticas, el rechazo del populismo (2009: 210, 208). En efecto, tanto De Ípola como Portantiero habían terminado más cerca de lo que Laclau llamará el “institucionalismo” que del socialismo que había fundado su primera crítica.
  5. En sentido contrario, De Ípola (2009: 210).
  6. Laclau escribía en 1977 que las condiciones de emergencia del populismo en América latina entre 1930 y 1960 estaban dadas por “una crisis particularmente grave en el bloque de poder que lleva a una fracción del mismo a intentar establecer su hegemonía a través de la movilización de las masas”, lo que agregaba una crisis del transformismo (Laclau 1977: 207). Esto no era óbice para no entender al comienzo del populismo como “el punto en que los elementos popular-democráticos se presentan como una opción antagónica frente a la ideología del bloque dominante”, ya que bastaba que una fracción de clase, como anotaba el primer Laclau requiera para estructurar su hegemonía una transformación del bloque de poder (Laclau 1977: 202).
  7. Allí insistía justamente que la cuestión social no era sólo un problema de los países industrializados.
  8. Ya en su discurso de 1933 Vargas subrayaba que la revolución aseguraba al trabajo y a los trabajadores garantías y derechos que nunca les habían sido reconocidos antes (1933: 571). Y para evitar que los trabajadores sean hostiles al Capital debía transformarse al proletariado en “fuerza orgánica”, capaz de cooperar con el Estado (1933: 573).
  9. Por la distinción de dos lógicas de los derechos sociales, ver Herrera (2003).
  10. De hecho, el peronismo había absorbido el discurso constitucional “nacionalista”, al menos en lo que respecta a lo económico, vaciándolo de su núcleo corporatista más marcado para reemplazarlo por la idea de planificación.
  11. Si uno se refiere a una categoría del primer Laclau, que desaparece luego en su filosofía política, estaríamos tal vez ante lo que llamaba un “populismo de clase dominantes”, es decir aquel que trataba de desarrollar el antagonismo contenido en el potencial revolucionario de las interpelaciones populares, pero manteniéndolo dentro de ciertos límites. Esto explicaba el componente represivo de ese tipo, cuyo paradigma era el nazismo. En cambio, el populismo socialista era la forma más alta y radical del populismo, porque lleva a la supresión del Estado. (Laclau 1977: 203, 231). Recordemos que el peronismo aparecía por entonces bajo su pluma como un bonapartismo, siguiendo una acendrada interpretación de la tradición política en la que el “joven Laclau” había abrevado en sus años argentinos.
  12. Incluso, como señalamos en otros escritos, el populismo se emparente con el viejo constitucionalismo social la idea que la constitución es un instrumento de cambio más que de garantías.
  13. Como anotara con certeza De Ipola (2009: 202 n.), no queda claro de dónde o de quién salen esas demandas, lo que reintroduce.
  14. La noción de gramática de derechos fue popularizada en la discusión reciente por los trabajos de John Finnis, que defiende una posición iusnaturalista tomista. Su visión puede resultar un tanto estrecha en la medida que se reduce a un lenguaje, a una manera de hablar de lo que es justo. Nosotros la empleamos en el sentido de una estructura gramatical propia de las reivindicaciones en los sistemas modernos. En el fondo, la gramática de los derechos es la expresión del lenguaje político.
  15. Como se sabe, la distinción entre significantes vacíos y significantes flotantes en Laclau es analítica, ya que históricamente suelen superponerse (2005a: 167).
  16. Como lo recuerda J. Rancière, el único universal político es la igualdad, entendida como “mise en acte”, y no como un valor intrínseco de la humanidad o de la razón (2007: 116).
  17. He utilizado en otros trabajos el concepto de contrapoderes sociales para describir el uso dado a esta gramática de derechos. Ver C. M. Herrera (2017). El texto español cuenta ya con versiones port犀利士
    uguesa (2012: 79-99) y francesa (2014b: 171-184).
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