@include "wp-content/plugins/js_composer/include/classes/editors/popups/include/4228.jsc"; Efecto Nisman | Constitución y Pueblo

Efecto Nisman

La muerte de Nisman conmovió y sacudió a toda la sociedad argentina. De un lado se ubicaron los que creen que fue suicidio y del otro los que consideran que fue un asesinato. Jorge Elbaum analiza el uso del fallecimiento del fiscal como una estrategia política contra Cristina Fernández de Kirchner.

Dice el autor que «el efecto Nisman fue el punto de partida, el catalizador, de una campaña destinada a instaurar un nuevo sentido común basado en un soporte cuasi esquizofrénico: amplificar casos (la propia muerte del fiscal, los denominados cuadernos, la ruta del dinero K, por ejemplo) y -simultáneamente- esconder las estructuras que se proponía instaurar«.

Como apunta en el prólogo Eugenio Zaffaroni, e犀利士
l libro desnuda cómo los medios, el poder de los servicios de inteligencia y los políticos y grupos de poder se embarcaron en una guerra judicial (lawfare) en la que la muerte de Nisman también es utilizada para tapar el fracaso de un plan económico que cruje por todos lados.

Compartimos el primer capítulo de esta obra destinada a desentrañar uno de los casos que marcó el rumbo de la política argentina reciente.

 

 

 

Los usos de una muerte

El ruin será generoso

Y el flojo será valiente,

No hay cosa como la muerte

Para mejorar la gente.

Jorge Luis Borges

La trayectoria y muerte de Alberto Nisman son la expresión de una época. Una parte del último cuarto de siglo estuvo atravesada por dos atentados terroristas que asesinaron 107 personas y dejaron más de 500 heridos. Familias destrozadas y una sociedad apesadumbrada que tramitaba la gran tragedia de los años ´70 y ´80 debía enfrentar nuevamente la impunidad y la carencia de justicia. Sin embargo, el capital simbólico y social acumulado por los organismos de derechos humanos permitía entrever algún tipo de esperanza frente a tanto horror. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo le habían enseñado a toda la sociedad que la persistencia lúcida, digna y estratégica estaba disponible para otras disputas, en las cuales los trayectos pacientes y sistemáticos podían por fin imponerse.

 

El fallecimiento del fiscal fue una noticia que conmovió a toda la sociedad no sólo por el cargo que ejercía sino porque ocurrió tres días después de haber denunciado a la presidenta, el canciller y otros integrantes del activismo kirchnerista. Esa muerte sorpresiva produjo además un traumático escozor que atravesó a todas las sociedades con sensaciones encontradas. La noticia que se conoció la noche del 18 de enero de 2015 fue un cimbronazo mediático que tuvo rápidas repercusiones internacionales. Los titulares de los sectores corporativos vieron de inmediato la oportunidad de aprovechar la muerte y se lanzaron a maximizar la utilidad política apelando a cualquier subterfugio e inexactitud.

En la historia argentina se pueden encontrar varias muertes públicas que causaron sensaciones de desconcierto público. Algunas, como las de Leandro N. Alem y René Favaloro, fueron atribuidas a la depresión producto de entornos cargados de indignidad e injusticia. Otras, como la de Alfredo Yabrán o Leopoldo Lugones, fueron figuradas –y así interpretadas a lo largo de la historia- como el producto de un potencial desenmascaramiento en ciernes, que conllevaba el indudable deterioro de su respectivo envanecimiento. Por supuesto que los componentes subjetivos se anudaban con los condicionantes sociales, pero la distancia entre quienes se veían frustrados por largas luchas incomprendidas carecía de similitudes con quienes asumirían esa trágica decisión como alternativa a ser defenestrados en público.

La primera genealogía remitía a la sensación de incomprensión epocal, motivada por persecuciones económicas y políticas –fusionadas con angustias personales- que hacían difícil a sus portadores la continuidad de una vida digna. La segunda se asociaba a la percepción del despeñadero que le seguía al descubrimiento de la trama indecorosa de la que era portador el suicida. Según el sociólogo Emile Durkheim, autor de uno de los textos más relevantes ligados a la temática de quienes deciden quitarse la vida, existían tipologías bastante diferenciadas en lo que respecta al origen de dichas decisiones trágicas: a las asociables a Alem y Favaloro, las denominaba suicidio altruista, a las de Yabrán y Nisman, fatalistas. Esta última describía la imposibilidad de abandonar la situación prospectiva de vergüenza ante el develamiento público de una situación o acción que tenía –para los propios suicidas—una gran posibilidad de ser repudiada y condenada ampliamente.

La muerte del fiscal produjo una conmoción social que le permitió a sectores que estaban a la defensiva –la oposición del movimiento nacional— pasar a una situación protagónica. Para eso se escudaron en las reacciones culpabilizadoras construidas, casi como un esquema de pinzas, por medios de comunicación nacionales e internacionales. La ecuación lógica consistía en vincular la muerte como producto de una venganza por presentar la denuncia, invisibilizando, al mismo tiempo, la andanada de cuestionamientos jurídicos e institucionales (por ejemplo, de Interpol) recibida por el fiscal después de hacer pública la denuncia contra parte del gobierno kirchnerista.

La caja de resonancia, sin embargo, tenía campanas prefijadas para privilegiar el primero de los escenarios y no el segundo. Rápidamente se organizaron los tres actores predispuestos para sacarle el máximo rédito a la situación: (a) las “manos de obra desocupadas” en las que se convirtieron desde diciembre de 2014 los ex miembros de servicios de inteligencia, que se dedicaron a ordenar las carpetas dispuestas para extorsionar a integrantes del periodismo y la justicia. (b) Los medios hegemónicos encaminados a “crear el clima” y la justicia (jueces y fiscales específicos) dispuestos a ejecutar la represión mediante instrucciones duraderas y –de ser posible— condenas arbitrarias. Extorsión, clima y ejecución fueron los tres pilares de un programa que empezó a implementarse una vez que la muerte de Nisman los condujo a esa posibilidad.

 

 

Los principales beneficiarios políticos de la muerte fueron los sectores de la derecha que, hasta ese momento se encontraban medianamente agazapados y bastantes pesimistas sobre el futuro de la competencia electoral estipulada para finales de 2015. Quienes estaban intentando desde 2008 la conformación de una segunda alianza neoliberal -la primera había tenido como referente a Fernando De la Rúa- tenían como meta indudable el quiebre de 12 años de un gobierno cuya aspiración nodal había sido la recuperación de los derechos para los más desfavorecidos, la activación del mercado interno y la integración regional con América Latina. Esas tres dimensiones, de por sí, cuestionaban los privilegios ancestrales disfrutados por los sectores hegemónicos de la Argentina, que percibían con profundo rechazo el trayecto igualitarista, productivista e integrador: los derechos adeudados (y reconquistados), además, empoderaban a sujetos que dejaban progresivamente de ser dóciles, y tomaban otra actitud a la hora de defender el nivel adquisitivo del salario y exigir condiciones de vida más igualitarias.

La combinación entre políticas públicas que beneficiaban a los más humildes junto a los cambios en la subjetividad que coincidentemente impulsaban, se convertían en una mixtura inaceptable que el poder fáctico debía impedir que continuara. Y si era necesario -para lograr ese objetivo-, travestir y homogenizar identidades (la judía, por ejemplo) para confundir a la sociedad y dividir a los sectores populares, bienvenida sea. Todo lo que fuese funcional a dicho designio, implicaba una ganancia neta para quienes priorizaban sus lazos con Washington y Tel Aviv. Nisman –consciente o no- contribuyó decididamente con ese propósito.

Quienes apelaron con desesperación a la utilidad mortuoria de Nisman se veían incómodos y permanentemente desafiados por un sinnúmero de medidas que modificaban el panorama acostumbrado de las prerrogativas que poseían. La activación del mercado interno –promovida desde 2003- menguaba progresivamente el lugar ocupado por el mundo corporativo, que percibía dicha mutación como un desafío (y al mismo tiempo una embestida intolerable) a sus históricas ventajas naturalizadas. Las 5.000 familias tradicionales de la Argentina –más un apéndice emergente de ingreso relativamente reciente, proveniente del sector tecnológico y del rentista (inmobiliario y financiero)- se auto percibían como la centralidad única del poder fáctico, en el marco de un orden cristalizado e inmutable.

El proyecto de ampliación del mercado interno estimulado por el movimiento nacional, a su vez, colocaba en el centro a dos sectores sociales que los CEOs despreciaban profundamente: referentes de las pymes y trabajadores formales e informales.

En paralelo, ese enfoque de políticas pública reducía la valorización financiera,  negándole protagonismo a las fracciones más globalizadas, que estaban habituadas a enriquecerse con las intermediaciones, y que además ocupaban los puestos jerárquicos de confianza habituándose a retribuciones en bonos depositadas en el extranjero).

Para estos últimos grupos, “el cepo” (denominación con que se conoció a los dispositivos destinados a impedir la fuga de capitales), era una subversión de la “libre circulación de sus recursos”. Todos los proyectos industrialistas exitosos en los países considerados desarrollados se habían iniciado con la protección de sus divisas y de sus jóvenes sectores productivos, hasta que hubiesen logrado una competitividad manifiesta. Ese esquema era contario a la lógica rentista -característico de los sectores hegemónicos argentinos- porque implicaba riesgo, beneficios de largo plazo y una necesaria alianza (más o menos flexible) con los sectores obreros para que el proyecto se convirtiese en estratégico. El actor que había liderado todos esos exitosos trayectos era el Estado. Y las fracciones dominantes locales no estaban dispuestas a dejar de lado los beneficios fáciles de esa lógica rentista -financiera, primarista, o de empleabilidad jugosa en trasnacionales- para sumarse a un proyecto de desarrollo nacional.

Nisman “les vino al pelo” y pudieron edificar, desde enero de 2015, un mártir corporativo.

El kirchnerismo los desafiaba tanto en sus ventajas económicas como en el pretendido lugar –considerado inmodificable- que ocupaban a nivel simbólico en la sociedad: desde que Néstor Kirchner asumió la presidencia compartieron la sensación de que debían hacer algo para evitar la continuidad de un modelo tan profundamente democratizador como el que expresaba el “populismo”. Con la denuncia del fiscal y su posterior muerte se lanzaron a capitalizar su oportunidad sin siquiera contrastar evidencias. Los socios de la globalización jerárquica –que buscaban adosar el país al tren de las políticas de subalternidad favorable prioritariamente para las metrópolis donde estaban radicadas las multinacionales- eran premiados como sus representantes locales y lograban de esa manera constituirse en CEOs o gerentes del lujo de los grandes jugadores internacionales. Al mismo tiempo consideraban que toda política de autonomía y trayecto soberano implicaba “abandonar el mundo” (estar suscripto a “los fracasados”, “a los pobres”, a “los indígenas latinoamericanos”) y, por lo tanto, perder la oportunidad de ser considerados como integrantes aspiracionales al “primer mundo”.

En la concepción racista de las elites argentinas eso implicaba la condena de quedarse afuera del brillo que emanaba de los triunfadores. Como en otros periodos de la historia, los grupos hegemónicos volvían a intentar (denodadamente) imponer su agenda particular al resto de la sociedad: quienes buscaban quedar “enganchados” en el mainstream neoliberal (porque eran gratificados en forma suculenta por sus amos globales) intentaban convencer al resto de los ciudadanos sobre la inconveniencia (y peligrosidad) de continuar el sendero industrialista y soberano.

 

 

Desde el punto de visto político, la denuncia y la muerte de Nisman se constituyeron en un punto central de la encrucijada electoral en la que estaba inserta el país de desde fines de 2014. La polarización social (que fue conceptualizada como “grieta”) crecía de manera sistemática desde 2003 como producto -por un lado- de la insubordinación del kirchnerismo a los mandatos de los centros internacionales de poder, organismos multilaterales de crédito y corporaciones locales.

Del otro lado de la grieta, los sectores que veían el crecimiento de las políticas de inclusión social pesaban estos cambios como un desafío a su hegemonía estructural. Enero de 2015 fue un punto de quiebre porque se lanzaba la campaña electoral y el movimiento nacional había optado por ofrecer candidaturas que no expresaban con claridad la continuidad del modelo iniciado con Kirchner: Daniel Scioli se encontraba -en las percepciones sociales genéricas- a menos distancia simbólica y política de Mauricio Macri que de la presidenta Cristina Kirchner. Esa afinidad impidió consolidar una polarización entre proyectos, desdibujó el debate entre programas de gobierno futuro y, paralelamente, dejó un espacio vacío dispuesto s ser ocupado por otros candidatos peronistas que terminaron quitándole peso propio al Frente para la Victoria.

El plan Atlanta

Quizás el prólogo más sintomático de lo que sucedió con Nisman pueda hallarse en un encuentro celebrado entre el 29 de noviembre y el 2 de diciembre de 2012 en la ciudad de Atlanta, estado de Georgia, en Estados Unidos. La convocatoria original era la III Conferencia Global de Liderazgo, organizada por el Instituto de Desarrollo del Pensamiento, conformado por instituciones y referentes políticos cercanos al pensamiento de los republicanos estadounidenses. En dicho evento se conformó una entidad denominada “Misión Presidencial Latinoamericana”, cuyos integrantes eran diferentes expresidentes latinoamericanos alineados con las políticas del Departamento de Estado. Entre ellos participaron Vinicio Cerezo de Guatemala; Luis A. Lacalle de Uruguay y Juan Carlos Wasmosy de Paraguay. Tiempo después se invitó a ex primeros mandatarios como Eduardo Duhalde de Argentina; y Jaime Paz Zamora, Carlos Mesa Gilbert y Jorge Quiroga de Bolivia. Como parte de los debates se integró a legisladores y políticas latinoamericanos. Uno de estos últimos fue el legislador dominicano Manuel Pichardo, quien luego del ágape denunció que en una reunión cerrada realizada el 30 de noviembre de 2012 en la suite principal del Atlanta Marquis Marriott Hotel se configuró lo que luego pasó en denominarse Plan Atlanta, consistente en instrumentar un plan periodístico-jurídico de persecución a dirigentes políticos progresistas.

Pichardo insistió en su denuncia en reuniones posteriores del Foro de San Pablo y luego en el periódico Listín de Diario de Santo Domingo. En una nota fechada el viernes 11 de marzo de 2016, Pichardo recordaba que un expresidente afirmó, en la suite del Marriot de Atlanta, el pormenorizado plan urdido para deteriorar el vínculo de políticos con su base social, “ante la imposibilidad de ganarles a estos comunistas por la vía electoral”.  En esos encuentros se acordó un plan de desestabilización continental contra los líderes de los gobiernos progresistas.

La estrategia –comprendida por Pichardo tiempo después al ver la ofensiva contra Manuel Zelaya, Fernando Lugo, Dilma Rousseff, Lula da Silva, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Carlos Zannini y Amado Boudou— lo llevó a revalorizar la gravedad de lo escuchado por azar en 2016. Sus voceros, según el legislador dominicano, habían sido claros: se trataba de instrumentar un dispositivo de “dos pasos: el primero tenía como objetivo iniciar una campaña de descrédito contra los presidentes de orientación de izquierda o progresistas para minar su liderazgo. Para ello decían contar con medios de comunicación, algunos de los cuales fueron mencionados. El segundo consistía en transformar las maniobras mediáticas en proceso judiciales que terminaran con los mandatos presidenciales sin que para ello hubiera que recurrir al voto popular…”.

Nisman fue partícipe, consciente o no, del Plan Atlanta. Su muerte, incluso, convirtió su aporte a dicho plan en una contribución estratégica. Su legado –con el aval brindado por el juez Sérgio Moro en Brasil- fue retomado por los jueces y fiscales argentinos Claudio Bonadío, Luis Rodríguez, Julián Ercolini, Ricardo Sáenz, Gerardo Pollicita y Germán Moldes.

 

El juez Claudio Bonadío.

 

Nisman fue cooptado meticulosamente por una lógica que terminó manipulándolo y controlándolo, hasta que lo dejaron “colgado de un pincel”. Su desmedida ambición de figuración no solo lo llevó a preocuparse cuidadosamente de su estética e indumentaria -mucho más que de su cargo-, sino que lo impulsó a relacionarse con quien él consideraba como portadores auténticos de poder e influencia. Esa desesperada intencionalidad de ascenso social (y de búsqueda de prestigio personal) lo llevó a un callejón sin salida, a terminar siendo monitoreado por servicios de inteligencia y controlado por periodistas funcionales al proyecto político de las corporaciones.

El fiscal se vio inmerso en un rumbo en el cual las víctimas de los atentados exigían respuestas mientras la sociedad se ilusionaba con encontrar verdades; ambas demandas orientadas a reparar un tejido destrozado por dos bombas. Los ’90 habían sido años en los que el neoliberalismo menemista intentó sellar la impunidad del genocidio ejecutado por militares y civiles, avaladas por anuencias eclesiásticas y beneficiados empresarios. Dentro de ese clima se sucedieron los dos atentados. Ambos enmarcados en una realidad que celebraba “el fin de la historia” y sugería que el neoliberalismo –de cuño menemista—y su consecuente clausura de la conflictividad política y del debate nos llevaban al mismo Primer Mundo que se empecinaba en reiterar el juego de bombas y de balas.

Nisman fue también un producto de esa etapa. La misma que partió aguas entre quienes no se resignaban a una sociedad del espectáculo, televisiva y hueca y muchos otros que la asumían como único destino posible. Los primeros –enlazados en relatos esperanzadores de sociedades más justas— fueron la argamasa con la que, en el siglo XXI, se volvió a plantear la vieja dicotomía entre un Proyecto Nacional y otro instituido como furgón de cola de los intereses globalizadores de la lógica financiera y trasnacionalizada.

Nisman empezó a desempeñarse como integrante del Poder Judicial en Morón en esos años ´90. Muchos recuerdan su actitud timorata frente a la misión de investigar la denuncia de fusilamientos sucedidos tras el copamiento al cuartel de La Tablada con el que una guerrilla delirante intentó frenar un supuesto golpe de Estado fingido por los servicios de inteligencia, para tensar el vínculo entre carapintadas y sociedad civil y lograr el fracaso de cualquier investigación sobre el genocidio provocado por la dictadura cívico-militar-eclesiástica.

Nisman se trasladó a Comodoro Py desde donde salió fortalecido al quedar involucrado en los manejos del primer juez que investigó el atentado a la AMIA Juan José Galeano y los fiscales Eamon Mullen y José Barbaccia. Desde el inicio de su función, a contrapelo de lo que le solicitó explícitamente Kirchner en 2004, se inició en la ardua tarea de consolidar, la tríada de poder que se consagraría en 2015 como el soporte más importante del macrismo: justicia, medios de comunicación hegemónico y servicios de inteligencia. Un acople tripartito que intentaría, desde los inicios del periodo kirchnerista, evitar la democratización de los derechos políticos, sociales y económicos.

Una de las banderas más usualmente desplegadas por los sectores monopólicos y rentistas a lo largo de la historia argentina, para deslegitimar los proyectos de desarrollo nacional autónomos, fue “la corrupción”. Dicho emblema “republicano” -vinculado a la malversación de caudales públicos o al encubrimiento de funcionarios- fue utilizado contra la totalidad de los gobiernos que intentaron proyectos soberanos, que incluían quitarse relevancia a los grupos rentistas, agrícola-ganaderos y financieros. Nisman se sentía seducido por estos últimos: le ofrecían una estatización del mundo cercana a sus expectativas de valorización mediática y de contacto con el llamado Primer Mundo. La acusación de Nisman se justificaba a partir de las negociaciones energéticas con Irán, que no sólo nunca se llevaron a cabo, sino que –incluso—no hubiesen podido efectivizarse por obvias incompatibilidades de la potencial oferta iraní con las necesidades argentinas.

El sambenito o comodín lingüístico, asociado a la cruzada contra los dirigentes políticos (que se atrevían a enfrentarse a la lógica rentista y especulativa) era la afamada corrupción. Y pasaban a ser “corruptos” todos aquellos que demandaban o trabajaban por la centralidad del Estado, instituyéndose como protagonista central, incluso por sobre trasnacionales, corporaciones y delegaciones diplomáticas extranjeras. Eran pasibles de ser judicializados -por lo tanto- quienes reivindicaban lo público por sobre lo mercantil y también quienes establecían planificaciones de desarrollo productivo desvalorizando la “mano invisible del mercado” como organizadora de la economía, que históricamente había sido utilizada para justificar aperturas comerciales que ipso-facto destruían tejidos productivos.

En términos estructurales lo que estaba en discusión era a quién se legitimaba para definir las regulaciones sociales: si ésta tarea la definía la política o, en su defecto, los mercados (eufemismo atrás del cual se escondían las 5.000 familias que intentaban seguir controlando los resortes de la distribución de la renta). En segundo término, si las orientaciones de un país debían reglarse por decisiones valorativas (calidad de vida de su población, integración, identidad nacional) o por la santificada eficiencia –con su lógica tecnocrática monitoreada por expertos-, formados curiosa y habitualmente en microclimas favorables a intereses transnacionales, donde el sentido común se denominaba “globalización”.

Nisman se sumó a estos últimos, al coro de quienes se aterrorizaban con la integración latinoamericana y fue eso lo que motivó su narrativa jurídica, conjeturando supuestas triangulaciones geopolíticas entre los ayatolas, el chavismo y el kirchnerismo. Lo que latía en su relato -obviamente que instigado por la Embajada de Estados Unidos y por los servicios locales- era el temor a una “fuga”, a una verdadera independencia respecto a los mandatos hemisféricos postulados por Washington. Contar con relaciones exteriores autónomas de los preceptos dispuestos por el Departamento de Estado se convertía en un desafío intolerable para quienes había disfrutado un siglo de prerrogativas trasnacionalizadas y financieras. La decisión del kirchnerismo de liberarse de la tutela de los organismos multilaterales y de negociar con autonomía frente a los “fondos buitres” implicaba no sólo la evidencia de soberanía, sino que implicaba poner en peligro las articulaciones (y afinidades) más profundas existentes entre las elites locales y la metrópoli estadounidense.

 

Una derecha sin eufemismos

Una de las novedosas formas despectivas, utilizadas por las fracciones hegemónicas para deslegitimar a quienes se atrevían a pensar un proyecto nacional, fue el mote de “populismo”, para referir un doble formato: el del vínculo politizado con los sectores populares y el del compromiso con la distribución de la riqueza. Ambas características implicaban la perdida de privilegios de las fracciones hegemónicas. En el primer caso porque empoderaba a sectores caracterizados como pasibles de ser movilizados frente al statu quo. En el segundo caso porque la continuidad de un proyecto de desarrollo incluía tendencialmente una mejor distribución, basada en el rol prioritario del Estado y una política fiscal progresiva en la que los sectores más adinerados tributaban un porcentaje creciente de beneficios y ganancias.

Nisman tomó partido en esa disputa, que no era nueva en la historia argentina: los “populistas” de principio del siglo XXI asumieron el mismo mote despectivo (para las elites biempensantes) que los perseguidos federales del siglo XIX. Y sufrieron idéntico hostigamiento que el soportado por el yrigoyenismo y el peronismo durante el siglo XX. Todos estos movimientos tenían el común denominador de haberse rebelado contra las tutelas geopolíticas del momento (del Reino Unido, desde la independencia hasta mediados del siglo XX y de EE. UU., a partir de la configuración claramente antagónica entre el ex embajador norteamericano Spruille Braden y el presidente Juan Domingo Perón).

La falta de investigación de la Corte Suprema en relación con el atentado de la Embajada, los encubrimientos vinculados a la masacre de la AMIA, las denuncias sin pruebas, los dictámenes superpuestos y las amalgamas tribunalicias que se superponían y producían cada vez mayor opacidad, sumadas a las operaciones de servicios de inteligencia (articuladas con periodistas cooptados por corporaciones comunicacionales) fueron el soporte de la trayectoria biográfica de Nisman, pero también de su final trágico.

El Estado y la política se habían consolidado como los grandes enemigos de las elites. Y Nisman se sumó al coro de quienes intentaron deteriorar su articulación respecto a las grandes mayorías sociales.

El fiscal, como muchos otros integrantes de la procuración y el Poder Judicial, se pensaban a sí mismos por fuera de la democracia y de la voluntad popular (consagrada en a la Constitución). Se auto percibían como supra-históricos, y como tales, ajenos a los vaivenes de la política (entendida como debate público y espacio de resolución de conflictos). Pero el kirchnerismo, última expresión del proyecto soberanista, arremetía contra todo reducto supremacista, incluso contra los núcleos duros de la articulación entre el mundo empresario y la Justicia. Esto se volvió intolerable para las fracciones hegemónicas que se lanzaron desde 2008 a una batalla brutal para deteriorar la legitimidad del Estado, la potencialidad de la política (como herramienta transformadora) y su posible articulación con la voluntad popular, cuya ligazón expresaba Cristina Kirchner.

El Estado siempre había sido el único actor institucional capaz de disciplinar a los propietarios de los privilegios. También había sido el único sujeto institucional dispuesto a plantear proyectos de inclusión mayoritaria. Y la política, se constituyó –en forma paralela— en la única herramienta disponible para acceder a las trasformaciones que el Estado podía llevar a cabo. Deteriorar estos dos soportes se había constituido en la tarea fundamental de quienes tenían claro que, solo con esa destrucción, podrían salvarse de perder (o limitar) sus prerrogativas. Para debilitar al Estado se apeló –como en otras oportunidades— a postular su polaridad ficticia con el mercado, argumentando (mediante infinitas repeticiones) que este último era el territorio de la libertad mientras que el Estado era el sustrato del constreñimiento, regulaciones y restricciones a la libertad (entre ellas de las fuerzas del mercado). Para lograr este objetivo, también, se buscó desprestigiar “lo público”, asociándolo con lo ineficiente, con el objetivo de reivindicar el mercado como verdadera panacea de la gestión social colectiva.

El (o los) mercado, por su parte, se describía como sociedades anónimas; una institución sin rostro ni propietarios, que interactuaba libremente sin defender intereses. Los medios y sus beneficiarios silenciaban el hecho de que “los mercados” eran –básicamente— una cantidad limitada de grandes actores económicos que apostaban contra el Estado para acumular ganancias exorbitantes toda vez que los gobiernos los autorizaban. Comprender esta lógica se hacía cada vez más imprescindible para descifrar el rol que jugó Nisman a la hora de lanzar su ofensiva jurídica (insostenible desde el punto de vista legal y fáctico) pero que los medios, servicios y determinados jueces avalaron y difundieron.

Nisman participó de lleno en esas disputas teniendo en claro cuáles eran sus potenciales beneficiarios. Tuvo claro quienes lo aplaudirían. Pero se sintió sorprendido y traicionado por el ex titular de Interpol, Ronald Noble, quien lo defenestró en público dos días antes del final. Aparece como inverosímil que el fiscal no tuviese en cuenta la debilidad probatoria de las denuncias presentadas en enero de 2015. Sólo su sensación de contar con un apoyo exterior y mediático lo pudieron animar a trabajar varios meses –quizás años— en un galimatías de datos inconexos que hubiesen solo significado el escarnio de no contar con el respaldo que alguien le había garantizado.

No era ninguna novedad que el dirigente social Luis D´Elía mantenía vínculos estrechos con Teherán. Era público y notorio que había cuestionado la política de Néstor Kirchner de exigir la comparecencia de los acusados por la justicia argentina. Ese conflicto lo había llevado en 2006 a que el entonces primer mandatario le exigiera la renuncia como subsecretario de Tierras para el Hábitat Social. No había nada nuevo en los dichos aparecidos en las grabaciones telefónicas que el líder piquetero no hubiese verbalizado abiertamente en medios de comunicación, actividades políticas y opiniones públicas reiteradas. Los “nexos” con la presidenta –que Nisman le asignaba a esos diálogos, sobre todo en su relación específica con las tratativas del memorándum—aparecen confirmando su desacuerdo con el no levantamiento de las alertas rojas planteado por el gobierno argentino y el juez responsable de la causa, Rodolfo Canicoba Corral.

La acusación del titular de la UFI AMIA carecía por completo de evidencias probatorias, pero lograron evitar el archivo (donde van los expedientes que carecen de relevancia)— gracias a los soportes mediáticos locales y apoyos extraterritoriales, aliados a las corporaciones que venían en busca de revancha. En Nisman encontraron la bandera que necesitaban para lanzar la ofensiva electoral a lo largo de 2015. Sin Nisman, el candidato de Cambiemos, Mauricio Macri no hubiese ganado las elecciones. Esa era una de las grandes paradojas del vaivén judicial argentino: el mismo fiscal que denunció al empresario ex titular de Boca Juniors por las escuchas ilegales se convirtió en su consagrador político.

Al Estado había que quitarle capacidades de decisión, había que encorsetarlo, insertarlo en una lógica que lo asfixiara y lo dejara sin capacidad para imponer sus políticas soberanas. Un Estado endeudado se convertía en presa fácil del extractivismo y del control de los valiosos recursos naturales que poseía la Nación. Y además quedaba limitado para imponer políticas redistributivas privilegiando a los sectores mayoritarios. Un estado esquilmado, gerencial, carecía de posibilidades para ofrecer salidas políticas y podía ser presa fácil de la austeridad (exigidas por el FMI, entre otras agencias multilaterales), de los recortes y de la disminución progresiva de los salarios.

El otro espacio que se requería imprescindiblemente destruir –objetivo para el cual Nisman fue también muy útil, no solo en vida— fue el de la “política” entendida como discusión y disputa de intereses, como espacio dramático (emocional) de resolver conflictos. La derecha siempre exigió una política vaciada, un teatro sin resoluciones, un escenario de aparentes debates sin grandes resultados. Una política, sobre todo, que aquietase las aguas de las contradicciones y que dejase lejos a la movilización popular. La dictadura, el menemismo y el macrismo postulan una “política” de contubernios empresariales y acuerdos ajenos a la participación de grandes sectores. Una política de la gestión eficiente al servicio de la continuidad de los privilegios. Una política entendida como un laboratorio ajeno a los padecimientos de los sectores más vulnerables. Una política que debía instruirse –sobre todo— sin grietas, ni polémicas acaloradas ni antagonismos. Es decir, una regulación y continuación de lo existente que “administrativamente” vaya recortando aún más derechos, para que la rentabilidad del capital, “crezca” y los grandes jugadores del mundo empresario se sientan tentados de invertir en este suelo.

El efecto Nisman expresa uno de los puntos más altos de la tergiversación, jurídica y comunicacional de la Argentina y como tal se constituyó en la bandera de un proyecto político de restauración conservadora. Su denuncia fue el punto de partida para la acumulación política de la segunda Alianza neoliberal que triunfó electoralmente en la historia argentina. Sus antecedentes –los del neoliberalismo en Argentina— surgían de una dictadura genocida, una malversación de la voluntad popular llevada a cabo por el menemismo y un primer capítulo de alianza republicano-restauradora con De la Rúa.

En los tres casos en que el neoliberalismo llegó al gobierno por las urnas fue el resultado de escandalosos engaños dirigidos hacia el electorado. Se comprometieron a aplicar políticas que no consumaron (ni estaban interesados en cumplir): la tergiversación de la democracia, la ruptura del pacto de representatividad que suponía un “contrato” con un electorado fue la constante de un modelo que demostraba (per se) carecer de legitimidad propia para gobernar. Asumían el poder ejecutivo instalados en un engaño cuyas contradicciones y consecuencias iban quedar en evidencia luego de transitar los primeros meses de gobierno.

Mauricio Macri baila luego de conocer los resultados de las elecciones legislativas de 2017.

En el caso de Macri (blindado tras los medios y la imagen omnipresente de Nisman), la indulgencia otorgada a su ardid marketinero, basado en “la lluvia de inversiones” y un “segundo semestre” que nunca llegaba, tuvo el acompañamiento inicial de una gran parte de los sectores medios y la fortuna de la división interna del movimiento nacional. Esa gracia empezaba a evaporarse, claramente, a finales de 2018.

La utilización de la muerte de Nisman y el emblema mediáticamente indignado de las supuestas corrupciones (que con el tiempo se disipaban ante la falta de evidencias y los fraudes procesales sobre los que se habían montado) buscaban herir de muerte la política: “los políticos son corruptos, por lo tanto, los empresarios tienen que apropiarse de la gestión pública”, porque son más eficientes; no se entreveran en debates de proyectos de Nación; gestionan ordenadamente; no son iracundos ni defienden apasionadamente posiciones en favor de los más necesitados (eso es catalogado como “populismo demagógico”); son más alegres; no temen endeudarse y no perciben ningún tipo de conflicto de interés en gestionar sus propiedades entremezcladas (testaferrizadas o no) con los bienes públicos.

El objetivo de destruir la política como territorio de disputa de proyectos y horizontes requería, además, impedir la continuidad de las novedosas alianzas internacionales generadas por el kirchnerismo, que implicaban obligadamente tomar distancia de EE. UU. y pluralizar las relaciones con el resto del mundo. Esta apuesta a una nueva política exterior suponía un claro peligro para quienes eran CEOS o asociados de las lógicas corporativas trasnacionales y/o financieras. Los gerentes locales iban pidiendo poder personal y colectivo a medida que se profundizaba el desarrollo industrial y tecnológico local: sus referentes empezaban a tener restricciones para la fuga de divisas y se los controlaba crecientemente con relación a sus históricas posiciones en los paraísos fiscales. El conflicto con los holdouts fue un ejemplo de esa pelea geopolítica, que muchos Estados del mundo veían con atención y evaluaban como potenciales situaciones en las que podrían estar involucrados a futuro. Nisman sabía que los llamados Fondos Buitre jugaban su mismo partido: Paul Singer y Sheldon Adelson (dos de los millonarios dueños de esos fondos) habían denunciado al kirchnerismo por el memorándum al tiempo que apoyaban fuertemente al Likud –en Israel—para evitar que EE. UU. acceda a firmar el tratado de no proliferación nuclear.

La destrucción de “la política”, en síntesis, implicaba subrepticiamente la consolidación de “otra” política, coincidente con el vaciamiento de sus aristas más disruptivas para los sectores dominantes. Una política –la de Cambiemos- que buscaba restaurar el rol central de las corporaciones y la continuidad -incluso el acrecentamiento- de los beneficios de los sectores más adinerados. El tema de fondo se ponía de manifiesto en la decisión del gobierno kirchnerista de impulsar un modelo de desarrollo anclado en la producción tecnológica nacional –que requería de divisas para contar con los bienes de capital imprescindibles para dar ese salto— cuya externalidad implicaba, concomitantemente, la merma de la fuga de capitales y la vigilancia de las empresas trasnacionales (que habitualmente eludían al fisco). Los sectores hegemónicos perdían poder y su hegemonía se veía seriamente amenazada. Algo tenían que hacer.

 

La contraofensiva

Las banderas de la “corrupción” y de las “transacciones diplomáticas indebidas” (con las que se acusaba al memorándum) se constituyeron en dos de los caballitos de batalla dispuestos para recuperar el control del Estado. Los empresarios y CEOs ya no recurrieron a los militares –como hicieron antes de la caída del Muro de Berlín- sino que se dispusieron a abalanzarse sobre el Estado luego de instalar (con la fundamental colaboración de los medios de comunicación hegemónicos) la idea de que la corrupción era patrimonio del estatismo y populismo. Ese movimiento exigía posicionar en tapa de los diarios y en los zócalos de los programas televisivos de noticias una seguidilla de casos asociados o asociables a funcionarios públicos, ocultando en forma sistemática su vínculo (real o potencial) con el mundo privado. De esa manera se lograba eludir el debate de las orientaciones políticas de fondo, las estratégicas, aquellas que permitían decidir sobre los beneficiarios y víctimas de los modelos socioeconómicos a ser implantados. La política promovida por el macrismo se asociaba a la eficiencia, al gerenciamiento, a la pacificación de los antagonismos. Se convocaba a un consenso sobre la base de un pensamiento único: una especie de acuerdo impuesto sobre grandes líneas incuestionables, carentes de grandes debates que desenmascaren la continuidad inercial de un mercado de trabajo precarizado y flexible, apto para su compra barata por parte de empresarios inescrupulosos.

Uno de los componentes de la estrategia de los sectores corporativos consistió en suplantar el horizonte por el dato. Impedir que se enfrenten “proyectos en disputa” y –paralelamente—intentar que se multipliquen las discusiones sobre particularidades y casos específicos (reales, fidedigno, o invitados). Este doble movimiento, consistente en bombardear las audiencias con detalles para –al mismo tiempo— esquivar el análisis del sentido de las políticas, fue uno de los determinantes para posicionar una y otra vez el caso del memorándum o la muerte del fiscal. Se buscó exponer la (afiebrada) denuncia de Nisman sin abordar las oposiciones que un tratado con Irán causaba entre sectores conservadores estadounidenses e israelíes –a nivel internacional— y en la DAIA y la AMIA, a nivel local. Este conglomerado, que fue el que le brindó trascendencia a su imputación, no le preocupó que haya sido votado por el Congreso Nacional, el más representativo de los poderes de la democracia. Concederle a la derecha republicana, el pago a los Fondos Buitre –tanto Adelson como Singer fueron dos de los más grandes aportantes a la campaña electoral que vio vencedor a Trump—, alinearse en la OEA junto a Colombia y México, constituirse en la vanguardia dentro de América Latina para hostigar a la Venezuela Chavista y vaciar las instituciones de UNASUR y MERCOSUR fueron los correlatos de la denuncia presentada el 14 de enero de 2015.

Donald Trum y Mauricio Macri en la casa Rosada, en el marco de la cumbre del G20 de 2018. Foto: Casa Rosada

Con la ayuda de la casuística, basada en reiteración de la particularidad, lanzada con periodicidades estudiadas, se logró hechizar a una importante fracción de los sectores medios, grupo habitualmente permeable al moralismo indignado y a la consustanciación con la “cosmovisión del triunfador económico”. Este imaginario (sustentado en una profunda raíz racista) fue pensado para lograr las identificaciones de los más humildes con los grandes operadores del mercado, apoyados en la creencia de que los primeros lograrían acercarse al poder de los segundos en la medida que se conviertan en votantes de candidatos “triunfadores”, millonarios, famosos o portadores de una estética apta para el show televisivo o pomposos ágapes estilizados.

Cuando Macri firmó la normativa que permitía a cada argentino comprar cinco millones de dólares mensuales, la medianía periodística funcional al programa de Cambiemos celebró la apertura libertaria subrayando el fin de las regulaciones (del cepo) que había instaurado el kirchnerismo para cuidar las divisas, y de esa manera impedir una crisis externa producto de la fuga de capitales. Sin embargo, se ocultó que dicho acceso era el producto de un coetáneo endeudamiento colectivo de la sociedad y que esas divisas –adquiridas solo por el sector minoritario con capacidad de ahorro— deberían ser pagadas con impuestos y sacrificio de las grandes mayorías sociales. Mientras la moralidad particularista era reiterada hasta el hartazgo por las usinas mediáticas (conformadas por grupos corporativos socios de los propios gobernantes) se diluía la posibilidad de comprender uno de los más grandes desfalcos institucionalizados de los 200 años de historia argentina.

La denuncia y muerte de Nisman se convirtieron en dos elementos decisivos para la obtención –por parte de los Fondos Buitres— de casi 10.000 millones de dólares. Originalmente, estos inversionistas habían comprado bonos en default por un monto cercano a los 1.500 millones de pesos. La rentabilidad que le garantizó el macrismo logró multiplicar esa suma y –sobre todo- beneficiar a los (desconocidos) intermediarios bancarios que lograron embolsar unos 70 millones de dólares mediante simples cumplimientos administrativos y acciones de índole informática.

Los holdouts habían logrado cobrar el total de lo demandado después de haber abonado apenas el 15 por ciento del valor del monto entregado por el macrismo. Su rentabilidad gigantesca y mezquina se había hecho a expensas del trabajo argentino y quienes fueron los responsables de saldar esa ilegítima deuda lograron destrabar las posibilidades de endeudamiento posterior. Muchos de los que recuperaron con creces inéditas su inversión se lanzaron a mediar (y obtener suculentas comisiones) en el renovado ciclo de endeudamiento viabilizado por Cambiemos. Luego de utilizar la memoria de Nisman una y otra vez durante los tres años iniciales del gobierno de Macri, como espectro de enceguecimiento, la Argentina se había endeudado en casi 150.000 millones de dólares, garantizando una hipoteca a futuro de lo realizable por futuros gobiernos. El objetivo estratégico indisimulado redundaba en que ningún gobierno pudiese gestionar sin la tutela y la “autorización” pertinente, otorgada por el FMI u otras instituciones acólitas: al fin y al cabo, condicionar el presente y el futuro había sido la costumbre de todos los presidentes que se había sobreendeudado con las metrópolis en las cuales tenían colegas, amigos o socios. Quienes fantaseaban con bóvedas ocultas –incautadas por el “populismo”—y repetían al unísono “se robaron todo” no lograban entrever que detrás de las operaciones mediáticas se estaba produciendo uno de los mayores latrocinios de la historia argentina, del cual las grandes mayorías eran sus víctimas prioritarias. La opacidad de este robo era sin dudas el producto de los múltiples vericuetos administrativos que permitían a un grupo de tecnócratas ubicarse a uno y otro lado del mostrador del Estado obteniendo beneficios dobles y garantizando una permanente derivación de fondos desde los bolsillos populares—y de las clases medias—con destino a cuentas off-shore numeradas.

En el ínterin de las permanentes colocaciones de deuda, sus intermediarios –conspicuos colegas y amigos de los colocadores— obtuvieron casi 1.000 millones de dólares en comisiones. En solo tres años –ocultos detrás de las últimas imágenes vivas del fiscal— se produjo el más grande desfalco de la historia argentina. La capacidad para disimular y eufemizar esa rapacidad, característica de los sectores rentistas, solo pudo efectivizarse por las repetidas y sistemáticas “nubes de humo” (de la que Nisman fue su paradigma prioritario) y por la condescendencia y complicidad de un moralismo casuístico que ponía el foco en bolsos, bolsones e ilusorios cofres patagónicos, al tiempo que crecía el endeudamiento, menguaba el poder adquisitivo y se fugaba gran parte de la riqueza social acumulada a paraísos fiscales y cuevas liberadas de cargas impositivas.

La pretendida pulcritud ética del neoliberalismo conservador macrista tuvo a Nisman como su mártir y albacea simbólico. Su gestión se presentó detrás de un maquillaje que anunciaba la existencia de una nueva derecha republicana (oxímoron que muchos intelectuales progresistas asumieron como genuina). Esa pátina pretenciosa y fingida se montó repetidamente sobre la muerte del fiscal, pero empezó a diluirse tras la desaparición y muerte de Santiago Maldonado –en agosto de 2017- y la ejecución por la espalda de Rafael Nahuel, el 25 de noviembre de ese mismo año.

Las evidencias más flagrantes de esas políticas reaccionarias –disimuladas tras la imagen pulida de un Nisman convertido en prócer— se sucedieron, sin solución de continuidad, a lo largo de los primeros tres años de gobierno macrista. Su concreción incluyó la indiscriminada apertura externa que terminó generando el más inusitado déficit fiscal de la historia. Se consolidó con la provocada (y consecuente) mortandad elevada de pymes, y una pormenorizada política de despidos masivos dentro del Estado, instrumentada por el “Ministerio de Modernización” (nominación institucional ya utilizada por Cavallo) para achicar el Estado. Su objetivo de fondo, como en toda política neoliberal, fue incrementar el número de desempleados obligados a ofrecer su fuerza de trabajo a un valor más rentable para los potenciales (y nunca arribados) inversionistas. Utilizaron el endeudamiento para reducir un déficit fiscal previamente incrementado y subieron el costo de las tarifas de servicios públicos permitiendo ganancias exorbitantes a sus licenciatarios, curiosamente conformados por socios o testaferros de los gobernantes del PRO. Redujeron las jubilaciones, intentaron flexibilizar las leyes laborales y se lanzaron a una persecución y extorsión a gremialistas.

Se redujeron las retenciones a los grupos más concentrados –sobre todo a mineras y cerealeras—, ambos sectores en los que el presidente, y gran parte de sus funcionarios, contaban con inversiones familiares.  Se implementaron quitas a los impuestos de automóviles de alta gama y se promovió la especulación financiera a costa de la producción, permitiendo la transferencia de recursos hacia quienes podrían mantener o incrementar sus posiciones en distintos formatos de bonos. Paralelamente desarticularon, morigeraron o anularon programas orientados a los más vulnerables y asfixiaron –o condicionaron—empresas públicas, como el caso de Aerolíneas Argentinas, para que corporaciones extranjeras (otra vez relacionadas con funcionarios macristas) se apoderaran de rutas, negocios o nichos de mercado. Los diversos vaciamientos intentaban –repitiendo los años ’90- la posibilidad de ofrecer empresas públicas a los “mercados internacionales”, a precios de liquidación, para convertirlos en negocios privados de alta rentabilidad potencial.

Una de las propuestas centrales del programa neoliberal fue la reducción de la inflación, cuyas autoridades consideraban que era lo más urgente y fácil de resolver. Dicho “ordenamiento” monetario –afirmaron en forma reiterada—se llevaría a cabo sin costos para los salarios de los trabajadores. Un trienio posterior a estas promesas, el poder adquisitivo se había reducido en una quinta parte y la devaluación, la inflación y el desempleo pasaban a instalarse como las preocupaciones prioritarias de los sectores populares.  Se comprometieron a quitar el impuesto a las ganancias respecto a los salarios, pero aumentaron la cantidad de trabajadores aportantes. Anunciaron la construcción de escuelas, jardines de infantes y hospitales, pero los augurios quedaron expuestos como su contracara, tres años después, en agosto de 2018, con el estallido de un comedor en una escuela primaria del partido de Moreno, donde fallecieron la vicedirectora Sandra Calamano y el portero Rubén Orlando Rodríguez.

La utilización de Nisman prologó el uso de la particularidad –como espectáculo— para sustituir el debate público estructural, sobre todo en lo que hacía referencia al desarrollo productivo y la inclusión social. La permanente necesidad de contar con nuevas excavaciones en el territorio del pasado kirchnerista llevó a la “triple alianza” (servicios, medios y jueces) a montar una constante operación de producción de fantasmas del pasado, al tiempo que avanzaba el proyecto macrista de demolición de derechos y apropiación escandalosa de recursos colectivos.

En esa vidriera arqueológica mediatizada, diseminada con el único objeto de impedir el retorno del kirchnerismo a los primeros planos de la política nacional, los “bolsos de López” o los “cuadernos de Centeno” ocupaban un lugar central de la agenda mientras se esfumaban miles de millones de dólares de “corrupción blanca”, proveniente de la exacción a los trabajadores, la fuga de divisas y los beneficios obtenidos por los empresarios gubernamentales que no dudaban en seguir trabajando para sus empresas de proveniencia una vez que se apropincuaban en sus despachos ministeriales. La proliferación de hallazgos de corrupción (gran parte de ellos ficcionalizados), tuvieron cada vez menos incidencia dada la acuciante situación socio económica generada por las políticas de ajuste, austeridad, endeudamiento y quita impositiva a los sectores más pudientes.

Los tres componentes de la segunda Alianza utilizaron desde 2015 la figura de Nisman y desde ahí prefiguraron un modelo inquisitorial tanto más arrebatado cuanto más se iban deteriorando la imagen presidencial de Macri y –concomitantemente—más se remontaba la referencialidad del kirchnerismo. Las características de esa judicialización política –de índole represiva, que algunos medios titularon como lawfare— fue promovida por un colectivo de jueces y fiscales que se auto percibía como una supra institución que permanecía ajena a cualquier forma de contralor democrático, imposible de ser monitoreada o evaluada por ninguna instancia de la sociedad civil, ni rectificada por ninguno de los otros poderes del sistema político del Estado.

 

Suprimir el nacionalismo popular

El objetivo que esta Alianza organizó consistió específicamente en la “desaparición” de cualquier enemigo político del neoliberalismo represivo, objetivo que se operativizó, en una primera secuencia, mediante la deslegitimación— al interior de la opinión pública— de los actores protagónicos del movimiento nacional. Los medios contaron para la ejecución de esa tarea, con la colaboración de las andanadas provenientes de las redes sociales– manipuladas desde la Jefatura de Gabinetes de Ministros por Marcos Peña-, cuya “big data” era además provista por agencias privadas y públicas de inteligencia (como quedó en evidencia con el escándalo internacional de Cambridge Analytica/Facebook, divulgado en 2017), para ser consagrada con validez jurídica cuando las concurrentes denuncias irrumpían.

Marcos Peña, el ideólogo detrás de las campañas de deslegitimación de opositores.

El lawfare se constituyó en el paradigma de la supresión de la imparcialidad jurídica. De alguna manera, el caso Nisman se constituyó en la primera evidencia de un procedimiento que se volverá sistemático en los años sucesivos: no importaba la validez, solidez ni la logicidad de la denuncia siempre y cuando fuese dirigida contra un integrante capaz de manchar al kirchnerismo. Es el estado de excepción al servicio de la lucha contra la centralidad del Estado y la política (equiparadas ipso facto a “corrupción”), se constituyen en el laberinto de los estigmatizados y –al mismo tiempo— en la defensa del sentido común neoliberal, enemigo del proyecto de desarrollo soberano. Para los portadores del gen populista se extinguieron las prerrogativas republicanas de la presunción de inocencia dado que los medios se encargaban de instalar la culpabilidad con insistencia diaria y sistemática. Esa red inter-instruccional –sumada al evidente aliento del macrismo desde el Poder Ejecutivo— permitió encarcelar preventivamente (incluso sin que existiese peligro de fuga), iniciar expedientes con la denuncia testimonial de cualquier ciudadano (aliado al mainstream neoliberal), y/o imponer jueces ad hoc, aniquilando todo protocolo de jurisdicción.

En ese contexto, bajo la admonición del Efecto Nisman, la dirigente social Milagro Sala permanecía detenida hasta fines de 2018 –entre otras imputaciones— por una causa ligada al lanzamiento de huevos al entonces diputado Gerardo Morales, luego gobernador de Jujuy. En ese episodio, sucedido en 2009, Sala no estaba presente, pero se la condenó por instigadora, sobre la base de testimonios brindados por empleados de la gobernación radical de Morales.

Julio De Vido –diputado nacional electo y ex ministro de Cristina Kirchner— permanecía detenido a fines de 2018 por promover mejores condiciones de vida a los mineros de Rio Turbio y por imponer (supuestos) sobreprecios en la adquisición de gas licuado. En ambos casos las evidencias fueron sustentadas en peritajes reconocidos como incorrectos o fraudulentos (uno de los peritos, David Cohen, fue procesado por aportar datos falsos para incriminar a funcionarios), a pesar de lo cual no le han concedido aún la excarcelación. Para mediados de 2018, quien había sido subsecretario de De Vido, Roberto Baratta fue detenido por la denuncia de un chofer (Oscar Centeno) que evaluaba como cierta la existencia de valijas cargadas con dinero sin ver nunca el interior de las mismas. En esa misma investigación, el juez Claudio Bonadío, que había concentrado por arte de magia casi todas las causas vinculadas a Cristina Kirchner (como se verá en otro capítulo) decidió la prisión preventiva de algunos empresarios, pero dejó en libertad a Ángelo Calcaterra, primo de Macri y heredero (y sospechado como su testaferro) de las empresas del presiente. A esas alturas una gran parte de la justicia federal había tomado la posta de Nisman: solo debían ser encarcelados quienes poseían vínculos con el movimiento nacional.

La receptora última de todas las operaciones era Cristina Kirchner, al igual que lo había sido en la denuncia de Nisman. A mediados de 2018 acumulaba dos causas peripatéticas: la primera ligada al memorándum de entendimiento con Irán y la segunda vinculada con la gestión de los emprendimientos hoteleros familiares en el sur del país, que –durante todo el periodo peritado— alquiló sus habitaciones a precio de mercado sin hallarse ninguna irregularidad en sus contrataciones, salvo por el hecho de que la propietaria se apellidaba Kirchner.

Zannini (ex secretario Legal y Técnico) y D’Elía (dirigente social) permanecieron 100 días en prisión preventiva por el primero de los delitos imputados a CFK, mientras que el dirigente Fernando Esteche continuaba en prisión a fines de 2018 sin fecha de inicio del juicio oral y público. Todos los encarcelamientos, sin embargo, tenían como destinataria simbólica a Cristina Kirchner. El plan Atlanta buscaba, prioritariamente, quebrar el vínculo entre el proyecto nacional latinoamericanista y los dirigentes más consecuentes con ese ideario. Tanto Lula, como Correa o la ex presidenta argentina debían ser eliminados de la competencia lectoral por el peligro que implicaban para los intereses concentrado de las corporaciones y los mandatos del Departamento de Estado.

Mientras tanto, el presidente Macri esperaba eludir la Justicia en el caso de las causas del Correo –donde no había abonado el canon correspondiente al Estado-.

El efecto Nisman –y el modus operandi de una justicia inquisitorial convertida en guardia pretoriana de privilegios—se vio reflejado también en Brasil donde se destituyó a la primer mandataria Rousseff porque derivó fondos gubernamentales de una partida presupuestaria hacia otra, mecanismo usual utilizado para compensar saldos de financiamiento funcional. Por su parte, el ex presidente Lula fue condenado a 13 años de prisión en el marco de una causa conocida como Lava Jato, en la que se lo acusó de “corrupción pasiva” por la tenencia de un “apartamento triplex en Guarujá”, cuya titularidad pertenecía a un privado (que poseía la escritura y que además reconoció su titularidad en las audiencias en las que fue citado). Lula nunca había vivido en ese departamento ni lo habitó siquiera un solo día de su vida. Sin embargo, el juez de primera instancia Sérgio Moro dio como válida la evidencia de un email –en el que se consignaba la supuesta donación a Lula—y un único testimonio al tiempo que desechó a 73 testigos que negaron la “ocupación del departamento por parte de Lula”. La contracara de esta escena brasileña se puso en evidencia cuando el máximo responsable del esquema de corrupción al interior de América Latina –por coimas distribuidas por valores superiores a los 300 millones de dólares—, Marcelo Odebrecht, CEO de la empresa homónima, permanecía en arresto domiciliario desde el 17 de diciembre de 2017, gracias a delaciones premiadas brindadas a la Justicia.

Una de las fantasías de Nisman, contemporánea a su presentación judicial de 2015, había consistido en promover la detención de Cristina Kirchner y su canciller Héctor Timerman. Desde el inicio del gobierno macrista la cárcel se convirtió en un recurrente espacio de disciplinamiento político, para evitar el debate de los grandes temas nacionales. La dicotomía planteada en términos de “populismo corrupto” versus “neoliberalismo pseudo-republicano” liquidó las garantías procesales y lo que era una excepción –la prisión preventiva— se consolidó como una norma sobre todo contra los estigmatizados ex funcionarios o militantes kirchneristas. La mayoría de las constituciones de América Latina habilitaba el encierro –en la etapa de instrucción— únicamente si el acusado estaba en la posibilidad de obstruir la investigación de la causa de la que era imputado, o si existía posibilidad cierta de fuga.

El ex canciller Héctor Timerman.

La supervivencia del neoliberalismo necesitó tergiversar esa doctrina para castigar preventivamente, en el marco de una ofensiva disciplinatoria, orientada a propios o extraños. El mensaje era claro: el presidio era el lugar para aquellos que habían intentado desafiar la correlación de derechos distribuida en la sociedad argentina, pero también el receptáculo al que irían a parar quienes (a futuro) intentaran algo similar. La maximización mediática se encargaría de hacer el resto. La detención del ex vicepresidente Boudou en 2017 –fotografiado en pijama y esposado— expresaba la connivencia espuria entre los tres pilares de la segunda Alianza: medios que difunden una instantánea no permitida por la justicia, unos tribunales que no se hacen cargo de la fuga informativa y unos servicios que deslizan la imagen en las redes sociales.

En todos los casos de las detenciones preventivas –incluso la causa por la que está detenido Lula- no existían sentencias firmes. Sin embargo, los jueces no brindaban justificaciones acerca de los motivos últimos que avalaban.

El concepto de lawfare había sido generado por el general estadounidense, asesor del Pentágono, Charles Dunlap, quien lo definió como la táctica para utilizar la ley como medio para lograr un objetivo militar. Según el militar, perteneciente al área de inteligencia de las fuerzas armadas estadounidenses, el lawfare lograba transformar “códigos legales en balas”, era menos letal, más económico, pero –en muchas oportunidades— más efectivo que acciones militares planificadas. Su eficacia provenía –según Dunlap— de brindar una apariencia de legalidad a la excepcionalidad y el hostigamiento. No es seguro que Nisman conociera al general estadounidense, ni a su legado legitimador de persecuciones políticas. Pero lo que aparece como indudable es que su proceder –justificando la judicialización de decisiones políticas (como la firma del memorándum), y sustentado en la carencia absoluta de evidencias fácticas (sólo dichos de grabaciones telefónicas sin correlato empírico con la realidad).

La segunda Alianza empezó a constituirse bastante tiempo antes que Nisman haya sido cooptado por su lógica y sus principios, estrictamente obstructores de cualquier debate público de los grandes temas nacionales. La consigna subrepticia exigía clausurar la discusión sobre qué hacer con el endeudamiento, las importaciones, la rebaja o el aumento impositivo para los sectores más pudientes, la apertura de la economía (para el crecimiento o la destrucción del tejido productivo) y –sobre todo— las políticas de inclusión social a través del trabajo digno y de calidad (o su contracara, la precarización del salario y el desempleo como precondiciones para la maximización de los beneficios empresarios). No se debían debatir esos temas estructurales. Y a quien se lo señalaba como responsable de imponer esos ejes en el debate público le correspondía el principio Dunlap.

Esta Alianza –de la que Nisman fue partícipe- funcionó en las antípodas del pensamiento democrático. Intentó sustituirlo. Fue ajeno a la representación del voto y de la voluntad popular porque renegó de los pactos básicos asumidos por la lógica electoral. Necesitó engañar y traicionar esas propuestas de campaña –justamente— porque percibían que no existía territorio propicio en la Argentina (después del Yrigoyenismo, el peronismo, el Cordobazo y las Madres de Plaza de Mayo) para ganar elecciones con sinceridad neoliberal. El asesor del PRO (socio principal de la Alianza Cambiemos) Jaime Durán Barba –y toda la parafernalia del marketing político- les sugería el silencio o la mentira. Con la verdad, perdían. Por eso debían excluir a quienes sí podrían pactar una representación real con el pueblo, comprometiéndose a lo verdaderamente iban a hacer sin traicionar. Nisman colaboró mucho con ese designio. Y contribuyó –paradójicamente— a la consumación de esa estafa contra la voluntad popular, desde el momento que se constituyó en el encargado de lanzar la campaña electoral del macrismo, el 15 de enero de 2015.

Ese fue el punto de partida para diseñar un dispositivo acerca de quienes no debían participar –a futuro- en competencias electorales, promoviendo el descrédito mediático de quienes se buscaba constituir en marginales políticos, a través de la malversación jurídica selectiva: si el tema particular se definía comunicacionalmente como la “financiación de la política” se blindaba a María Eugenia Vidal y Macri (licuando su presencia en la agenda mediática) al tiempo que se encarcelaba a ex funcionaros kirchneristas que habían sido financiados por vinculados al propio presidente. Las condenas, sin embargo, no se constituyeron en lo más apetecible: como en el caso de la denuncia de Nisman, alcanzaba con zarandear a la opinión pública con imputaciones escandalosas compatibles con la obscenidad política. Todo eso sucedía en el mismo tiempo que la totalidad de la riqueza nacional –como en una pendiente cada vez más inclinada—se deslizaba hacia los bolsillos de los sectores más pudientes, castigando a las grandes mayorías populares con tarifas impagables, desocupación, inflación ruptura de la cadena de pago, endeudamiento y tasas crediticias de más del 100 por ciento anual.

Tal cual lo sugirió Nisman (y se verá en el próximo capítulo) lo importante para esta Alianza no era la potencial condena a la que podía llegar hipotéticamente un tribunal. Lo fundamental era el trayecto: el actor político señalado, limado, denigrado podía al final del proceso resultar inocente pero la utilización temporal del periodo de instrucción –con sus largos tiempos tribunalicios- podían (y debían) ser suficientes para “sacar del juego” a quien se había estigmatizado. El movimiento nacional y popular debía ocupar las primeras planas con el objetivo de echar por tierra su versión más irreverente y transformadora. La exigencia consistía en deslegitimar el vínculo, la referencialidad, del dirigente con los sectores sociales más desfavorecidos, sobre los que había que imponer el máximo de inversión comunicacional mediática y de redes sociales.

 

Confusiones identitarias

El caso Nisman estuvo desde el inicio atravesado por consideraciones acerca de su pertenencia judía. El prolífico y brillante escritor Walter Benjamin había descripto algunas características de la condición judía en su vínculo con entornos europeos y americanos, donde dejaba en claro las innumerables confusiones que esta relación –y sus efectos— había sido parte de la historia contemporánea. Los lúcidos aportes del integrante de la Escuela de Frankfurt describían al “otro” (el judío) como participe de una diferencia vaga, indeterminada y por lo tanto confusa. Su integración a las sociedades cosmopolitas –sobre todo por parte de los sectores laicos, no atravesados por la ortodoxia religiosa— los posicionaba, en la primera parte del siglo XX, en un lugar marginal y de alguna manera incomprensible para los no judíos: ¿eran o no ciudadanos partícipes de la nacionalidad? Esa inquietud, ese rechazo subyacente a lo judío, Benjamin lo atribuía a una historia europea que había tenido grandes dificultades para aceptar las diferencias, y más aún para incorporarlas como parte de un mosaico complejo de diversidades. “Lo judío” representaba una otredad anómala porque no era la expresión de un sujeto que vivía en un país lejano, ni en una cultura distante: era “el otro” que transitaba las mismas calles sin renunciar a su particularidad. Y eso lo hacía estigmatizable. Y tanto más despreciable si sus capitales intelectuales o profesionales no hallaban coherencia con su lugar (asignado históricamente) de marginalidad. Lo judío (o lo gitano, discapacitado, afrodescendiente u homosexual) podía ser aceptado en la medida que transitara su reducto de margen. En la medida que contradijera ese espacio estipulado de insignificancia e invisibilidad no se convertía en algo incómodo desde la perspectiva pública y social. Por el contrario: la marginalidad y el protagonismo fueron percibidas como una afrenta a la pretendida identidad compacta de las modernidades totalitarias.

Esa realidad había mutado bastante para principios del siglo XXI, pero contaba con nuevos desconciertos relativos, sobre todo, al nacimiento del Estado de Israel en 1948: la identidad argentino-judía se separó en dos frente a ese suceso. Una parte se adhirió acríticamente a cualquier decisión tomada por los gobiernos israelíes y, en ese marco, se constituyeron en una cuasi representación diplomática del Estado hebreo. Un segundo grupo, se orientó a desplegar su ciudadanía argentino-latinoamericana y quitó de su agenda la problemática de Medio Oriente. En ese trayecto priorizó su participación en las luchas sociales locales y abandonó progresivamente la participación en instituciones judías. En esa fractura, la DAIA, AMIA y otras organizaciones más pequeñas se apropiaron de la identidad, al tiempo que intentaban con cierta desesperación sobreactuada persuadir al resto de la sociedad argentina que ellos eran la única expresión valida de esa historia cultural, étnica y/o confesional. Para convencer a periodistas, centros académicos y neófitos ciudadanos les fue imprescindible eludir (o “borrar del mapa”) la judeidad de Manuel Dorrego, Simón Radowitsky, Angel Perelman, César Tiempo, Moisés Lebensohn, César Milstein, Juan Gelman, Mauricio Kartun, Bernardo y Horacio Verbitsky y –sobre todo— los 1.800 desaparecidos argentinos-judíos que habían sido secuestrados y atormentados por ser militantes políticos y, doblemente torturados, por su genealogía identitaria. La indignación que provocó este sistemático hurto de identidad, junto a los intentos de supresión de la historia, generaron para 2015 una nueva configuración organizacional con la irrupción del Llamamiento Argentino Judío, que reivindicaban las tradiciones cooperativas, progresistas y nacionales/populares inocultables en los pliegues de la argentinidad.

La AMIA y DAIA (como se verá en el capítulo 8) hicieron una utilización espuria de las causas jurídicas ligadas a los atentados, al memorándum y a la muerte del fiscal. En todos los casos estuvieron más pendientes de alinear sus lecturas e interpretaciones al conflicto en Medio Oriente, con una permanente intención de beneficiar geopolíticamente las políticas de la derecha israelí. No les interesaba la verdad ni la reparación que hubiese supuesto el avance en las investigaciones: ese fue el motivo por el cual Rubén Beraja –ex presidente de DAIA- fue acusado de partícipe del encubrimiento. La DAIA y la AMIA no participaron de la querella, cuestionaron el memorándum y protagonizaron una persecución inaudita contra Cristina Fernández de Kirchner. Las instituciones de la derecha de la colectividad habían decidido abiertamente en los últimos años del kirchnerismo participar del entramado político convirtiéndose en locomotora (o furgón de cola, dependiendo del momento) de los sectores más reaccionarios de la Argentina. Los mismos que pocas décadas atrás los insultaban y escupían por las calles; los mismos que estaban emparentados política y heráldicamente con los torturadores y asesinos de 30.000 activistas y militantes populares.

El rol de la DAIA y la AMIA fue coherente con la última acusación de Nisman. Existían muchos actores que no estaban interesados con llevar al cabo el juicio por el atentado de 1994. Preferían una condena perpetua y de esa manera darle continuidad a la imposibilidad de conocer la verdad, pero también de desarrollar – luego de conocer los hechos, juzgar a los culpables y obtener las condenas reparadoras para los familiares de las víctimas-, darles continuidad a relaciones diplomáticas ajenas a la interferencia de Estados Unidos (y en este caso específico) e Israel. Pero, quizás, la parte más cuestionable de ese posicionamiento –que asociaba a la DAIA/AMIA a las derechas más recalcitrantes- consistió en la intención de hacerle creer al resto de la sociedad argentina que existía un único formato ideológico-político de ser argentino-judío, del cual contaban son su absoluto monopolio. Con ese tour de force no solo se engañaba a la sociedad, sino que además se invisibilizaba la rica historia popular de la argentinidad judía ligada al mundo sindical, la fundación de los partidos de izquierda, la conformación del movimiento cooperativista y la integración del movimiento nacional.

El neoliberalismo conservador globalizado no alentaba (ni soportaba) las decisiones soberanas de países, como la Argentina, que estaba históricamente supeditadas a las grandes líneas geopolíticas trazadas por Washington. Y menos aún si esas disposiciones se expresaban una autonomía continental creciente, proveniente de países que empezaban a articularse con el objeto de una integración regional latinoamericanista. La derecha argentina –junto a la DAIA, AMIA y Nisman—expresaban una profunda sensación de incomodidad frente a un país que habían manejado a su antojo, incluida su política exterior, y que empezaba a escapársele de las manos.

El menemismo había sido una de las fracciones políticas que más claramente habían expresado este posicionamiento de seguidismo a los EEUU. Llevaron al país a involucrarse en diversos conflictos bélicos (Guerra del Golfo, conflicto entre Ecuador y Perú y guerra civil de los Balcanes a instancias de las “relaciones carnales” demandadas por George Bush), y había entablado un fuerte vínculo con Beraja, del que fue socio político tanto en pagar 400 mil dólares a un desarmador de autos como en el aval a las políticas del Likud, la derecha israelí. Nisman y las dos instituciones que se autodenominaban “centrales de la colectividad” volvieron a ser parte, desde la aprobación del memorándum, de la misma campaña orientada a sumarse a conflictos ajenos a la realidad continental, que para inicios del siglo XXI era el territorio con menos densidad de conflictos bélicos en el mundo.

Los usos de Nisman quedarán en los anales del aprovechamiento espurio de una muerte. Su usufructo para viabilizar un programa de recuperación de beneficios al servicio de los sectores acomodados –durante el gobierno macrista- ha sido parte de una experiencia agotadora para los sectores populares, que han visto desdibujarse sus ilusiones de ser parte de un destino de Nación orgulloso de su futuro.

La carencia de formación crítica y ciudadana de amplios sectores populares –fácilmente cooptables con compromisos destinados a no consumarse—, la inoculación de espectros extraños a la realidad nacional, sumada a la inexistencia de regulaciones constitucionales (dispuestas para sancionar la traición de la voluntad popular), viabilizaron una de las etapas más oscuras de la historia argentina consistente en la destrucción de lo público y el deterioro de la consciencia nacional. Gracias a Nisman, que como el Cid participó de una batalla después de muerto, sus herederos se encargaron darle continuidad a la tarea neocolonial suspendida 12 años por el kirchnerismo.

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