La Pitonisa

“El síntoma es una metáfora”. Jacques Lacan

 

Había llegado a San Justo tres días atrás. Fueron casi dos años de búsqueda. Estaba muy contento e ilusionado, finalmente podría hablar con ella, con la pitonisa Lucía.

Tuve que esperar tres días para que me pudiera atender. Había que pasar varios filtros, entrevistas preliminares, contraseñas secretas. Parecía una película de espías, o una versión latinoamericana de la guerra fría. Esos tres días conocí gente fascinante, varios posibles personajes de historietas y cuentos fantásticos. Finalmente se concretó la cita en su departamento, sobre la calle Pedro León Gallo, en medio de un centro comercial atestado de gente, de vendedores ambulantes, de ofertas legales e ilegales, de comida chatarra, de chicos corriendo, de personas disfrazadas de pollos, de empanadas y de otras cosas que no entendí o no pude terminar de leer lo que decían u ofrecían.

“Quinto piso A por escalera”, me dijo casi al oído una de las empanadas gigantes en la puerta de un maltrecho edificio, cuyo frente estaba cubierto por afiches y propagandas; luego la empanada se alejó y gritó: “¡Doscientos pesos la docena, exquisita empanada, exquisita! ¡Aproveche y coma hoy, quizá mañana sea el fin del mundo!”

Ingresé al edificio, el ascensor no funcionaba, seguí caminando por un pasillo angosto, de escasa luz y paredes totalmente grafiteadas. Subí por una incómoda escalera en U, apurando el paso pues siempre se apagaba la luz temporal antes que yo llegara al piso siguiente. Primer piso: prostíbulo. Segundo piso: prestamistas y un detective. Tercer piso: COMPRA-VENTA de celulares, joyas y oro. Cuarto piso: abogados. Llegué al quinto piso muy agitado y transpirado. En el bajo umbral de la puerta del departamento “A” estaba una pequeña niña sentada. Al acercarme se levantó, señaló con su dedo índice izquierdo el timbre, en tanto que portaba un habano encendido entre los dedos de su mano derecha y, con una voz gruesa acatarrada, al menos así imaginé que debería ser su voz, comunicó: “Lo está esperando, toque ahí dos veces”, mientras exhalaba un pesado humo por los orificios de su pequeña y redondeada nariz y se rascaba al mismo tiempo sus anchas cejas. Al verla más de cerca y con más luz, gracias a una lámpara en constante intermitencia sobre la puerta, observé que no era una niña sino una enana, una mujer, seguramente de más de cuarenta años de edad, de cabellos cortos enrulados, mirada perdida, prominentes pómulos y que calzaba unos particulares borcegos negros que llamaron mi atención… y se dio cuenta, porque bajó su mirada y también se los miró.

En apariencia no era un lugar fiable. Pero estaba en el conurbano, en Argentina… todos necesitamos vivir de algo, reflexioné, y me aprobé a mí mismo levantando mis dos pulgares. Yo supe de Lucía en Rosario, en mi lugar en el mundo… o sea que a estos posibles contextos yo estaba relativamente acostumbrado…

Ilustración: Gustavo Grunfeld.

Había vivido con mi problema desde los trece o catorce años de edad; con el inicio de mi pubertad fue que comencé a padecer mi peculiar drama… nunca se lo había contado a nadie, hasta aquella lejana noche en el cumpleaños de mi tía Raquel. Nos juntamos un montón de familiares y amigos en su casa en el barrio “La cariñosa”. Yo estaba mal, mi problema me tenía harto, la tía se dio cuenta que algo me pasaba y me preguntó. Se lo conté todo, y me respondió que sólo la pitonisa Lucía podría ayudarme. Me llevó dos años ubicarla, pero aquí estoy.

Recordé todo el complejo periplo realizado, dos años de intensas y memorables experiencias personales… dos años de búsqueda por los confines de diferentes barrios y pueblos, al principio de Rosario, luego de Santa Fe, después de Paraná… Rememoré un incidente puntual de este recorrido, un hecho extraño quizá sólo basado en mi singular imaginación, pero en algunas de las calles de aquellos barrios, y ayer a dos cuadras de aquí, me pareció haberme cruzado con el mismo perro flaco e inquieto, pero seguramente esto era un dato más de mi singular imaginación…

Finalmente la había hallado, acá, en San Justo, en el conurbano bonaerense… Ahora, al fin, Lucía estaba frente a mí, a mi alcance… Se parecía bastante a la mujer que había imaginado… de unos sesenta años de edad, muy delgada, cabello largo y blanco, nariz aguileña, ojos pardos, manos dulces y arrugadas. Te miraba como a punto de llorar… y su sonrisa, sutil, agazapada, pero siempre ahí, presente en lo visual o en su alma. A la imagen, salida de un cuadro renacentista, la completaba un enorme perro blanco echado junto a sus pies, el cual ante mi presencia tan sólo abrió los ojos por un par de segundos, movió apenas sus orejas, suspiró, y volvió a dormirse, dejando salir inmediatamente profundos y animosos ronquidos.

Me ofreció asiento frente a ella, en una pesada silla de madera junto a una mesa redonda de estilo, sobre la cual había algunas pastillas sueltas, una pipa, un porro y una taza pequeña con un líquido amarillento. Estábamos cerca de una amplia ventana, sus cortinas, decoradas con excéntricas rosas rojas, nos acariciaban las piernas al moverse tímidamente a causa de una brisa callejera, la que imaginé colmada de lejanos gritos de variadas ofertas, oportunidades y descuentos. Por unos segundos, sin saber por qué, pensé que por esa ventana ingresaban los sonidos del mundo, al menos de la parte del mundo de los sobrevivientes, de los seres del presente continuo, de los que para vivir deben primero vender algo y viceversa, claro, para completar el círculo… quizá alienante y difícil, pero imprescindible para seguir subsistiendo… ingresaban los sonidos de ese mundo inmensamente mayoritario, pero anónimo, incierto, ese mundo de los otros…

Me dijo que tomara tres pastillas, que las ingiriera con la ayuda del preparado que había en la pequeña tacita verde, que encendiera el porro y que ella, mientras tanto, prepararía la pipa.

Cumplí sin contradicciones… venía del profundo Rosario, ya estaba acostumbrado a determinados contextos… además me sentía bien, cómodo, como si estuviera en casa.

“Querido, con estas ayuditas tu conexión con tu pasado es más efectivo y rápido. El pasado tarde o temprano nos alcanza… en nuestro presente también está nuestro pasado”, leí que me decía la pitonisa, mientras yo me iba durmiendo… no, durmiendo no, me iba yendo… no, yendo no, me iba desintegrando… no, desintegrando no… todo junto y aún más… imposible de explicar, pero de golpe me sentí dentro de una bolsa oscura, rodeado de estrellas y mundos… luego me vi nacer… después crecer… me vi con once o doce años, vi que mi viejo me daba un cajón lleno de revistas de cómics (El Eternauta, Fierro, Zona 84, Tótem, Moebius) y que me fasciné al leerlas… Todo sucedió muy rápido, los años pasaban en pocos segundos. Hasta que me vi sentado a la mesa redonda, con una mujer delgada de largos cabellos blancos, con la que compartíamos una pipa enorme… y ella se reía, se reía y festejaba mi regreso.

“No hay mucho para hacer… o tal vez ya esté hecho…” comentó al mismo tiempo que seguía fumando la pipa y agregaba: “sos una especie de resumen de una gran creatividad argentina, y especialmente rosarina… pero vos los trajiste, así, de esta particular manera, a nuestra realidad… es como un homenaje, como un peculiar don tuyo, ¿me entendés?”. Se quedó mirando la pipa en silencio un par de minutos y agregó: “Quizá se vaya como llegó, solo o ante alguna crisis. Pero ojo, también podría ser que se retire éste y aparezca otro don. Yo no puedo hacer nada más, porque no diría que tenés un problema, tenés un don y un mensaje a la vez… ¿se entiende, querido?”

Me quedé callado… entender entendía… inclusive lo hacía ver muy bello. Yo había crecido leyendo cómics y revistas por el estilo, amaba a Fontanarrosa, a Max Cachimba, a Breccia, a Frank Miller, a Las puertitas del señor López… Me encantaban Sampayo, Milo Manara y tantos otros… Había participado de varias Crack Bang Boom… Incursionaba, cuando podía, en publicaciones rosarinas más independientes y actuales, como Apología, o la Loco Rabia… leía a Silvia Lenardón, a Marcos Mizzi, a María Luque…

Pero era yo quien veía las palabras de la gente dentro de unos círculos deformes, o en zócalos rectangulares… o más complejo aún, que podía leer sus pensamientos en una nube sobre sus cabezas unidas por otras pequeñas nubecitas. Desde mis trece o catorce años que nadie hablaba con sonidos salientes de la propia boca, los diálogos eran a través de oraciones escritas, debía leer las palabras dentro de las nubes sobre sus cabezas… y muchas veces ni siquiera llegaba a terminar de leer, aparecía otro cartelito… no me alcanzaba el tiempo para terminar… quizá por eso aprendí a leer tan rápido… si no me perdía los significados… quedaba a mitad de camino…

De día y a cierta distancia me había acostumbrado. Pero de noche… o en grupo… o si al mismo tiempo de hablarme me abrazaban… era casi imposible. A veces, el fondo blanco de las nubes, o de los zócalos, no me deja ver qué hay detrás, eso también es incómodo, pero cómo se lo explico…

Ya van casi diez años de este, según ella, peculiar don… y me pasa lo mismo con mis palabras, sé que están sobre mi cabeza, y lo confirmo en los reflejos… pero cómo le explico. Hay pensamientos de los otros que no he querido conocer, pero los veo… o, mejor dicho, los leo.

Inclusive, recién, sabía qué estaba pensando la pitonisa, pero cómo se lo explico…

Nos despedimos muy afectuosamente. Con mis dos manos tomé una de las suyas y dije: “Gracias por todo”. Pagué lo convenido y me fui pensativo… meditabundo… ya en las calles de San Justo decidí volver a Rosario… ¿Qué otra cosa podía hacer? Debía aceptar mi particular don… si se inició en una crisis evolutiva, en mi pubertad… quizá en la próxima crisis se retire como llegó… pero, ¿cuándo será la próxima crisis, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta?, vaya uno a saber… También creo que en estos dos años crecí, maduré… aprendí. Siento que profundicé en sentimientos propios y que tengo otra percepción sobre una determinada matriz cultural de los lugares que recorrí… otra comprensión de las personas y sus circunstancias, de sus estrategias y de sus tramas ligadas a complejos e increíbles mecanismos de supervivencia… La vida real en el conurbano, en el gran Rosario, en la periferia en general, muchas veces son reflejos o, mejor dicho, engendran posibles guiones de historietas de cómic… están llenos de superhéroes, de malvados… de cristos y de judas, de grandes hazañas o derrotas descomunales, de amores y odios, de fantasmas, de ladrones, estafadores, inquisidores… y de buenas personas… sobrevivientes, utópicos, mágicos, solidarios, valientes… capaces de seguir pese a todo y contra todo…

Al otro día, caminando por la calle León Suárez en Liniers, yendo hacia la terminal para regresar en micro a Rosario, sucedió el milagro… comenzó a escuchar las voces de la gente, los sonidos de las palabras poco a poco se hacían cada vez más nítidos y desaparecían los zócalos y las nubes con sus nubecitas. Sincronizar sus oídos con su mente fue paulatino, cuadra a cuadra. Otra vez podía hablar y escuchar como casi toda la humanidad, al fin se quitaría de encima la angustia potencial que le generaba pensar que no iba a poder terminar de leer lo que le decían. Caminaba feliz, sonriente, hablaba con cualquiera, se saludaba con desconocidos tan sólo para disfrutar y practicar. Se sorprendió, se maravilló y se emocionó con el hermoso sonido de las palabras… con su entonación y con la resonancia que implicaba en el pasado… en su pasado y en su pubertad…

Al llegar a la terminal vio al perro flaco e inquieto, a ése que ya le había parecido ver en tantos otros barrios y pueblos. “No puede ser, ¿será el mismo?”, se preguntó a sí mismo en su mente.

El perro se le acercó y se sentó a unos dos metros de él. Primero le guiñó un ojo, después le sonrió.

Y finalmente le dijo: “Sí, soy el mismo perro, ando deambulando y conociendo a varios personajes… como a vos”.

Yo entendí perfectamente, era idioma perruno básico a través de conexión mental.

Pensé en regresar a ver a la pitonisa, la primera vez, ciertamente debía reconocer, había dado resultado…

Pero me puse a charlar con el perro.

Y me gustó.

Fin.

Marzo, junio 2020.

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