El Rulo

Antes que el Rulo muriera, las casas eran pintadas todas de blanco, las veredas eran de tierra como así también las calles. Antes que el Rulo muriera, en la calle principal, los caballos eran dejados a la entrada del pueblo cerca de donde vivíamos con mamá. En medio de la calle había un árbol, donde el Rulo se colgó aquella tarde y Laurita pateo la tierra al verlo balancearse con la brisa de octubre.

Había en casa un aljibe donde, decía mi madre, venían los duende de la siesta a refrescarse en verano. Yo pasé horas espiándolos, pero no, no los pude ver; pero pensar que estaban escondidos en el corral me paralizaba de espanto.

Recuerdo que antes de que el Rulo muriera, sabíamos que coqueteaba a Laurita y se presumía que se juntaban a la siesta a jugarse la vida frente a los duendes. Hasta que don Braulio lo supo y cagó a sopapos al Rulo. Lo llevó reculando por la calle principal sordo a los gritos del Rulo que  decía “yo la quiero don Braulio, yo la quiero”. Lo golpeaba con fuerza descomunal, porque era grandote don Braulio, gringo bruto, conocedor de arados y de soles.

Antes  de que el Rulo muriera solíamos bañarnos en las acequias, jugar como pájaros en los arboles. Cuando nos escapábamos de la escuela nos íbamos a pescar, Rulo era como nuestro hermano mayor, el que mejor armaba la carnada. Después se fue alejando ya todos sospechábamos.

Antes de que el Rulo muriera, colgado del árbol que está en la desembocadura de la calle principal, después de que don Braulio lo golpeara tanto y a Laurita le hiciera volar los mocos de una cachetada, era hermoso mi pueblo, con cien casitas blancas donde paraba el tren a cargar agua.

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.